
El breve levantamiento oriolano de 1706. (Que a la postre fue hundimiento)
En noviembre del año 1700 llegaba a Orihuela la noticia de la muerte del «Hechizado». Sin pérdida de tiempo, el Consell oriolano decretó el luto acostumbrado y las correspondientes misas. Y Felipe V fue jurado como nuevo rey con el ceremonial propio de tan magno acontecimiento.

Seis años después, España ardía en plena Guerra de Sucesión. En febrero, Felipe V abandonó Madrid con la firme intención de someter Barcelona con un ejército de 30.000 hombres.
El sitio por tierra y mar se frustró por la aparición de una escuadra anglo-holandesa. Esta circunstancia, unida al avance del ejército aliado hacia la capital, le obligó a regresar; pero no permanecería en ella mucho tiempo.
El archiduque partió de Barcelona y tras ser proclamado en Zaragoza, entró en Madrid, poniendo en fuga al Borbón que se refugió en Burgos.
El 29 de junio de 1706, Carlos III era proclamado rey ante los ciudadanos de la capital. Su triunfo parecía casi cantado.

Pocas semanas después, concretamente el 24 de Julio de aquel mismo año, Jaime Rosell y Rocamora, señor de Benejúzar, marqués de Rafal consorte y gobernador militar de Orihuela, proclamaba por tres veces desde el balcón de su palacio: ¡Hijos míos, viva Carlos III¡

Esta frase vitoreada por el pueblo allí congregado, culminaba el levantamiento oriolano contra Felipe V.
¿Qué impulsó a Orihuela, tantas veces distinguida como noble y muy leal, a romper el juramento con su rey abrazando la causa austracista?
Podemos hablar de la hábil utilización del descontento generalizado de la población ante el abuso de las clases dominantes mediante la propaganda de los agentes austracistas, propaganda personalizada en Juan Bautista Basset, personaje clave para que calase en los valencianos.
A modo de político en campaña, prometió la abolición del pago de tributos abusivos a los nobles, ganando para la causa del archiduque a los campesinos, a las clases populares urbanas y a gran parte del clero.

Y hablando del clero; podemos mencionar la fuerte suma reclamada por las tropas borbónicas al Cabildo de la Catedral para urgencias bélicas, suma que los poderosos canónigos amparados en sus privilegios se negaron a pagar, utilizando su influencia para sembrar en las calles la causa del archiduque.
Podemos citar el temor que produjo la caída de Cartagena, incluso la hostilidad que catalanes, aragoneses y valencianos tenían hacia los franceses. Pero yo quiero detenerme particularmente en dos motivos, en mi opinión decisivos.
El primero la clara indiferencia que Felipe V demostró con la celosa Orihuela, una ciudad acostumbrada a ser reconocida y premiada por sus monarcas.
El Borbón mancilló varias veces unos privilegios adquiridos con sangre y fuego a través de siglos de lucha en los que nuestra ciudad fue un baluarte para el reino de Aragón.
En el segundo, comparto la opinión del obispo José de la Torre y Orumbella, huido durante estos acontecimientos: los oriolanos no se sublevaron por falta de amor a Felipe V.
El obispo de Cartagena Luís Belluga había sido investido con el cargo de Capitán General de Alicante y Murcia, así que las tropas oriolanas debían ponerse bajo su mando.

Para aquellos oriolanos, era impensable que la defensa y gobierno de nuestra ciudad quedasen manos de un murciano, a la postre obispo de Cartagena, autoridad contra la que tantas veces había luchado la ciudad en su pleito por conseguir la mitra oriolana.
La antigua enemistad con la que siempre habíamos mirado a los de Murcia y su reino, junto a las continuas amenazas que estos proferían contra Orihuela (saquear sus bienes, talar sus árboles y abrasar sus haciendas) dificultó enormemente el cumplimiento de la voluntad real.
Las tropas del archiduque se acercaban; no se sentían queridos por su Rey; volvía a plantearse el dilema suscitado en la Reconquista:
¿Qué sería de una Orihuela diluida en Castilla? Y Orihuela tomó partido.

Pero las cosas acabaron mal para nosotros; acosado por nuevos ejércitos de voluntarios castellanos y por las tropas enviadas por Luís XIV, el archiduque Carlos abandonaba la capital junto a su ejército, replegándose hacia Valencia.
Felipe V regresó a Madrid el 4 de octubre aclamado por el pueblo. El 7 de octubre, ante el avance de las tropas borbónicas, el marqués de Rafal abandonó Orihuela, poniendo a salvo sus alhajas.
Enterado Belluga se presentó tres días después con artillería, 1.000 jinetes, 1.000 infantes y 4.000 campesinos enfurecidos.
La heroica resistencia de sus ciudadanos desorganizados fue un sacrificio inútil. Ante semejante fuerza ofensiva Orihuela cayó en dos horas. Fue saqueada e incendiada y a pesar de ser acaudillados por un obispo, la soldadesca no respetó ni los templos.
Reacción lógica si tenemos en cuenta que el día 21 de agosto, las tropas austracistas acuarteladas en Orihuela entre las que se encontraban el marqués de Rafal y sus milicias, hicieron algunas incursiones sobre la frontera con Castilla, y al llegar a Beniel, huido el vecindario, se llevaron a la Virgen, a San Bartolomé, a San Gil y hasta el copón del Santísimo Sacramento, sacrílego botín depositado en San Agustín por orden del cabildo.

La decisiva victoria militar de Felipe V sobre las tropas del archiduque en la batalla de Almansa, dio paso a la capitulación de Valencia. Es significativo el letrero que, en latín, puso en la ciudadela que hizo construir, con cañones apuntando hacia ella:
Habiendo vencido a los valencianos junto a Almansa la majestad del rey Felipe V, y habiéndoles perdonado la vida por su magnanimidad, hizo construir esta fortaleza para seguridad de la ciudad y del reino.
Y así llegó la imposición de nuevas leyes en los reinos de Aragón y Valencia, el llamado decreto de nueva planta. Usando el derecho de conquista se derogaron los fueros y privilegios, se suprimieron los organismos políticos forales (excepto los del País Vasco y Navarra, que se mantuvieron leales a Felipe V) y hasta nuestra lengua materna fue prohibida en un intento de diluir definitivamente a la vieja Corona de Aragón en las leyes, costumbres e idioma de Castilla.

Orihuela ya nunca fue la misma. Cuando en 1715 denunció los excesos de las tropas borbónicas, la orgullosa ciudad antaño segunda del reino, tuvo que escuchar públicamente las siguientes palabras:
Todos los dichos señores que componían el Ayuntamiento heran unos picarones, futres, bugres, traydores, canallas y que estaba la Ciudad traidora y que no quería pagar, ni sus vecinos al Rey…

Antonio José Mazón Albarracín. (Ajomalba).
Publicado en la revista deorihuela. 2006.

Una corrección importante: En el siguiente vídeo se cita el actual palacio de la Granja como escenario del levantamiento y la proclamación. Gracias a la compra del archivo de la casa de Rafal, Javier Sánchez Portas ha demostrado que el marqués vivía, a comienzos del XVIII, en la calle del Hospital, entre la plaza de la Salud y la de Santiago. Lo he corregido en el audio. Pero no puedo en el vídeo.