Campoamor y la Dehesa de Matamoros.

La Ilustración Española y Americana. 15 de febrero de 1901. BNE.

De la biografía de Ramón de Campoamor, suficientemente tratada por muchos autores, sólo quiero mencionar el cargo de gobernador civil de la provincia de Alicante en 1847.

En la capital levantina, gracias a este nombramiento, conoció a una dama de ascendencia irlandesa llamada Guillermina O’Gorman con la que contrajo matrimonio en 1849.

Guillermina era hija de un acaudalado comerciante que aprovechó la desamortización de Mendizabal para adquirir una inmensa propiedad al sur de la provincia; una finca cargada de historia de la que tenemos noticias desde el siglo XV por su torre, su ermita y el convento de San Ginés que llegó a ser Cartuja de Vía Coeli.

Allí sufrieron las razias de los corsarios musulmanes dominicos, mercedarios, cartujos, carmelitas….

Hablamos de la dehesa de Matamoros; llamada posteriormente la dehesa de Campoamor.

Dehesa de Campoamor.

La Dehesa de San Ginés o de Matamoros.

La Correspondencia de España, 21 de abril de 1862: El Sr. D. Ramón de Campoamor, deseoso de que se realice el establecimiento de una granja-modelo en la provincia de Alicante, presentó últimamente a la junta de agricultura un proyecto de granja, manifestando que desde luego pone a disposición del gobierno una de sus posesiones que es la llamada Dehesa de San Ginés, jurisdicción de Orihuela, término de la Horadada y situada entre las provincias de Alicante y Murcia.

La posesión, tiene en primer lugar una extensión que abraza cinco leguas de circuito y en diferentes puntos están situados cinco edificios, dos de los cuales son bastante grandes, y sobre todo uno de moderna construcción llamado casa nueva de Matamoros.

El Mundo Cómico, 4 de enero de 1874.

BOLETÍN OFICIAL. 20 de Enero de 1868. MINISTERIO DE FOMENTO. REAL ORDEN. Agricultura. Ilmo. Sr.: Visto el expediente instruido en el Gobierno civil de Alicante, a instancia de D. Ramón de Campoamor, con objeto de alcanzar los beneficios que dispensa la ley de 11 de Julio de 1866 sobre fomento de la población rural, para ocho caserías que el interesado tiene establecidas en su finca denominada dehesa de Campoamor, sita en el término de Orihuela: Resultando de dicho expediente:

1. Que a las ocho caserías se les ha demarcado por el perito designado al efecto el número de hectáreas que ha estimado convenientes dentro de las que la ley permite.

2. Que la casería a que han dado el nombre de la Gea o Hojosa dista de la población más inmediata cuatro kilómetros; siete las dos llamadas el Convento y la conocida con el nombre de Casa del Guarda; ocho las denominadas Guillermina y la Mincha, y nueve la que llaman la Glea.

Y 3. Que el total de hectáreas utilizadas que abraza la finca es el de 2.600, de las cuales 1.340 corresponden con la proporción debida, a las siete caserías antes indicadas, aplicándose las 1.250 restantes al establecimiento de una granja de extensos cultivos, para lo cual tiene construida el interesado otra casa, distante de la población más inmediata seis kilómetros.

Resultando del propio expediente que D. Ramón de Campoamor había solicitado en el mes de Junio de 1866 que se aplicasen los beneficios de la ley de 21 de Noviembre de 1855 a la finca de que queda hecho mérito; y que apoyado después en lo dispuesto en el art. 9 ° de la ley de 11 de Julio de 1866 optó por los que esta dispensa, cumpliendo para ello con todas las formalidades que en la misma se imponen y el reglamento determina.

S. M, la Reina (Q. D. G.) se ha servido declarar que las ocho caserías que motivan dicho expediente tienen derecho al disfrute de los beneficios que concede la ley de 11 de Julio antes citada, en la proporción que sigue:

Por 15 años la casería llamada Bojosa; por 20 las dos denominadas el Convento y la conocida con el nombre de Casa del Guarda; por 25 la Guillermina, la Mincha y la Glea, y por 20 años la granja destinada a extensos cultivos, que llaman Matamoros.

Lo que de Real orden comunico a V. I. para su conocimiento y efectos correspondientes. Dios guarde a V. I. muchos años, Madrid 4 de Enero 1868.— Orovio.— Sr. Director general de Agricultura, Industria y Comercio.

Tras la lectura de estos dos documentos que retratan la finca en términos mercantiles, vamos a ver como la describen Juan Pérez Aznar en 1882; Luis Cánovas en 1889 y Marciano Zurita Rodríguez en 1924.

Esta primera transcripción está formada por fragmentos de una extensa y florida publicación ofrecida por entregas en el diario alicantino «El Constitucional».

El Constitucional, diario liberal, Alicante 1882/1883

El Constitucional, Alicante 1882/1883: LA DEHESA DE CAMPOAMOR. La carretera de Balsicas nada ofrece de notable; atraviesa un campo yermo, un extenso saladar; se recorren ocho kilómetros por ella hasta llegar a los primeros matorrales de la dehesa, entre la asfixia y el polvo; nuestros carruajes recorrieron este trayecto en una hora; el terreno no tiene nada de accidentado, los amojonamientos de la extensísima finca del Sr. Campoamor, cuyo perímetro mide más de seis leguas, constituyen  los primeros pinos y malezas, la primera vegetación que aparece a la vista.

El contraste es sorprendente; lindante con la loma pelada y seca, se levanta el campo esmaltado con todos los colores con que la naturaleza pinta la exuberante vegetación; antes de llegar a este sitio la brisa perfumada con todas las esencias que recoje al paso, acarician la abrasada frente del viajero y dilata sus pulmones constreñidos por el calor y el polvo.

La dehesa de Campoamor gráficamente dicho en mitad de la carretera de Torrevieja a Balsicas, no es otra cosa que un delicioso oasis en mitad del desierto; ningún murmullo, ningún canto, ningún movimiento, ningún ruido se percibe en ocho kilómetros de un terreno caldeado por el sol; cierto es que el mar azul y tranquilo se tiene constantemente a la vista, recreando el ánimo, pero el cuadro de la naturaleza carece de encantos, de expresión y de vida; si no le anima la variedad, si no lo matizan todos los colores, si no le arrullan todos los murmullos.

El follaje se mueve en cuanto se entra en territorio de la dehesa de Campoamor, los pájaros cruzan en todas direcciones buscando sus fofos nidos en las copas de los árboles. En este delicioso edén vemos al ánade jugar con la ola, a la perdiz aventurarse en todos los atajos, absoluta y libre. Los rayos del sol vense de continuo interceptados por el bosque; y la luz desleída recorre todos los tonos de una sombra que convida, o a la meditación, o al sueño; pero nos dejamos muy pronto llevar de las impresiones. Todavía estamos en la carretera que atraviesa la finca del Sr. Campoamor.

La casa se descubre allá a lo lejos, destacándose sobre un mar de verdura. Seméjase a un pájaro enorme con sus alas desplegadas a punto de tender su vuelo; para llegar a ella hay que atravesar un barranco por un puente de reciente construcción, afiligranado de pilones de piedra de cantería; en su fondo, y siguiendo hasta la orilla del mar, vese un bosque de olivos, animado por el tornasol de su follaje espeso y por el monótono canto de la cigarra.

Desde este sitio ya el terreno comienza a ser accidentado y silvestre. Por varios atajos se puede llegar a la casa que se divisa en un alto; pero nuestros carruajes siguieron la carretera hasta encontrar el cruce de otra en construcción que ha de conducir desde San Pedro del Pinatar hasta Orihuela. Dicho camino corta por la parte del Oeste y Norte, toda la dehesa en una extensión de 6 kilómetros. Pero ya estamos cerca de la casa, ya oímos los ladridos de los perros, la gente que hay en ella se pone en movimiento.

Por fin… dos horas hemos tardado. El señor Campomanes echa pie a tierra y nos guía al magnífico asilo, objeto de nuestro viaje y soñado paraíso por el que hemos dejado nuestras habituales ocupaciones con ánimo de encontrar solaz esparcimiento y grato deleite en él. Ya estamos en el magnífico salón cuadrilongo, cuerpo principal de la casa que, situada frente al mar y en lo más alto de la dehesa, la domina por completo.

No es esto decir, ni negar en absoluto que hubiera entre nosotros quien comía el arroz con pollo ricamente condimentado por mano hábil entre las dulces abstracciones del enamorado pensamiento; ni que alguien dejase de solicitar después del espléndido almuerzo una cucharadita de algo atemperante para que la aceituna en el estómago no extrañase al salchichón, ni el queso al dulce de almíbar, ni el melón regalado a la carne sazonada a fuerza de manteca.

De Torrevieja se va a Matamoros con el alma henchida de recuerdos, y de la espléndida y rica mesa que en Matamoros hace servir el señor Campoamor o su familia en su ausencia, se levanta el huésped completamente satisfecho y harto. Nuestro primer almuerzo fue excelente. Por entre las espesas persianas de los balcones del comedor se colaba un airecillo agradable, saturado de perfumes; desde la mesa se ve el mar y se cuentan por centenares los pájaros que por la dehesa cruzan festejando al viajero con sus melodiosos trinos.

La Esfera, ilustración mundial, 1916. BNE

Parece que la hospitalidad está allí en competencia. Todo en aquella casa y en aquel campo es grato, dulce y delicioso. Pero vamos a tomar café y a brindar chocando las copas que rebosan del espumoso champagne, el vino de todas las fiestas y el que preside nuestras efímeras alegrías. El Sr. Campomanes brinda; breve es lo que dice pero nada más oportuno ni más elocuente. Su pensamiento es un idilio. He aquí con pocas palabras resumido su discurso.

«Señores: el campo es la libertad, aquí el pensamiento de cada cual es soberano, la lectura, la caza, el paseo, estos son los goces que os proporciona la dehesa y de los que podéis disfrutar sin limitación alguna; quien quiera dormir, al lecho; en aquel rincón hallaréis cuantas escopetas queráis, la biblioteca está atestada de libros; donde quiera que dirijáis vuestros pasos hallaréis grata sombra y pintorescas encrucijadas que recreen vuestro ánimo, esta es vuestra casa, estamos en familia, cada cual es jefe y soberano de sus gustos y muy dueño de hacer lo que le plazca sin dar cuenta a nadie, absolutamente a nadie. Viva la libertad».

Esto produjo una verdadera explosión; los aplausos fueron estrepitosos. Los brindis se sucedieron sin interrupción alguna; al Sr. Campoamor, al poeta insigne y al filósofo profundo, debieron llegar de una manera vaga y misteriosa nuestras protestas de admiración y respeto; se recitaron algunas doloras, parto de su rica y exuberante fantasía, celebramos su ingenio, con orgullo verdaderamente español, y gratamente emocionados nos levantamos de la mesa, y nos dispersamos, cada cual buscando el compañero de paseo, el compañero de caza, o el limpio fofo y regalado lecho, que en ventiladas y espaciosas habitaciones, brindaban una venturosa siesta.

Espeso cañaveral sirve de zócalo a aquel vetusto edificio ennegrecido por el tiempo y medio oculto por el enmarañado bosque, cuyo follaje tornasola la brisa con hermosos cambiantes de luz y de cuyo seno brotan todos los murmullos de igual manera que del claustro las dísticas armonías de la plegaria. La imaginación profundamente abstraída, fantaseaba aquel paisaje.

Ruinas de San Ginés en la actualidad.

Por todas las encrucijadas, al pie de cada árbol donde quieran los ojos, fijábanse con la indolencia que precede al sueño; allí se veía al austero penitente de San Ginés envuelto en tosco sayal, buscando en el corazón de aquella naturaleza virgen eficacísimos remedios contra las humanas dolencias. De todas partes se veían gentes laceradas de alma y cuerpo, fantasmas extenuados y hambrientos que al primer golpe de la campana, acudían en tropel a la oración y a la sopa.

¡Oh! la imaginación, el desvarío resucitan los tiempos o se precipita en el pasado para ahondar los secretos de la muerte. Pero despertemos de esta pesadilla. El convento de San Ginés ya no tiene campanas, ni monjes; los árboles seculares han sobrevivido al austero pasado, y por más que con el vago murmullo de su follaje recitamos un poema conmovedor y elocuente, nada podemos traducir de él, y es fuerza que despertemos a la realidad de la vida.

La Ilustración Gallega y Asturiana. 1880. BNE.

El día comenzaba a clarear; el campo ofrecía un aspecto extraño; cada matorral medio envuelto en la oscuridad y en la bruma, parecía un grupo de hombres en acecho; el mar, velado a grandes trechos por espesa neblina, destacábase sosegado y tranquilo; por el Oriente dibujábanse violáceas nubes que indicaban la presencia del astro del día. Las gaviotas con vuelo tardo, cruzaban la costa con dirección a Cabo de Palos.

La expedición llegó a la carretera sintiendo las primeras molestias de los rayos del sol. Allí esperaban ya los carruajes. Subimos y nos pusimos en marcha hacia San Pedro del Pinatar. El campo apareció hermosísimo a nuestra vista. Por todas partes veíanse quintas de recreo, casas de labranza, frondosas huertas, extensos olivares, grandes viñedos, una naturaleza exuberante, fecunda, rica.

Cabo Palos divisábase a la izquierda; frente al camino que seguíamos viaje a San Pedro. A orillas del mar Menor y en todo el perímetro de aquella costa, destacábanse multitud de puntos blancos, grupos de casas que se ocultaban y aparecían a nuestros ojos como si brotasen del fondo de un mar de verdura, poetizado por lo vago de las distancias.

Lo que más nos llamó la atención fue un punto luminoso que reverberaba a la luz del sol como un diamante colosal, inmenso. Era una montaña de sal blanca, purísima, cristalizada en prismas como las facetas del valioso carbúnculo. Antes de llegar a San Pedro del Pinatar tomaron los carruajes por una vereda. A nuestra espalda quedaba, allá a lo lejos y sobre una cima profusamente alfombrada con todos los tonos del color verde, la casa de la dehesa Matamoros…

La Ilustración Artística, 1901. BNE

Pasamos a las palabras de Luis Cánovas en 1889. (Puede ser el famoso torrevejense Luis Cánovas Martínez, nacido en 1857).

La Ilustración ibérica (Barcelona) 2 de febrero de 1889: Voy a hablar de Matamoros. Si describir la dehesa hermosísima en que el ilustre autor del tren expreso viene a descansar de las fatigas del Consejo es sumamente difícil, dar de ella una completa idea en pocas palabras es extraordinariamente fácil. La naturaleza, esa gran enemiga del hombre, según Leopardi, ha sido para Campoamor, más que amiga, aduladora y cortesana.

La muy pícara, sintiendo por el gran poeta la admiración que se despierta en todo el que le conoce, ha querido darle de ella una prueba concluyente y ha hecho de Matamoros un pequeño poema. Eso es, ni más ni menos, la dehesa famosa.

¿Qué veis en un poema de Campoamor? Un plan admirable, una variedad infinita de tonos resolviéndose en una unidad sorprendente y avasalladora; una facilidad irritante que hace creer a muchos ilusos que aquello lo puede hacer todo el mundo; la realización de esa paradoja de la prosa poética que él verifica sin esfuerzo, poniendo al lado de la teoría con tanto ingenio defendida, uno y mil ejemplos que la robustecen y afirman.

Un soberbio desprecio de ciertos convencionalismos académicos, tan arcaicos como insostenibles; y, por encima de todo eso, dándole vida, luz, armonía y belleza, su genio original y único, la encarnación más perfecta de la lírica moderna. Y así es Matamoros.

Su plan, su disposición, es acabada y bellísima. Su variedad inagotable, desde las hermosas cañadas que rodean el barranco de la Glea hasta los espesos pinares que dan acceso al convento, desde las lomas erizadas de chaparras de la Bojosa hasta las rocas de la Peña del Cuervo, en que parece habitar la ninfa Eco; mil y mil panoramas espléndidos, ora risueños, ora sombríos, se suceden ante la vista, resolviéndose en unidad armoniosa y sensible.

No ha entrado allí la mano despótica y ridícula del cultivador moderno trazando líneas rectas, recortando las frondosas copas e imponiendo a la madre naturaleza una simetría tan absurda como antiartística. Las estrofas de aquella oda gigantesca que canta Matamoros a su dueño no están medidas con el académico martilleo de un alejandrino: tienen la graciosa soltura, el hechicero descuido de la silva, el metro preferido del gran poeta.

Pero además de ser la dehesa esclava de Campoamor, sectaria e idólatra de su célebre amo, es también su acreedora, su dueña en cierto modo. ¿De cuántos inspirados cantos no le es deudor el egregio vate? Aquel final apasionado del primer canto de su Don Juan, aquella gracia infantil del comienzo de los Grandes Problemas, la envidiable maestría con que Campoamor describe y pinta las escenas del campo, ¿a quién sino a Matamoros los debe?

Pocos días ha que D. Ramón y el que firma estas líneas paseaban juntos por la hermosa posesión. Era la caída de la tarde. El viento, fresco y juguetón, nos acariciaba. Despedíase el sol, con pena, de aquel oasis. Los pinos parecía que se inclinaban al pasar el poeta, como rindiéndole pleito homenaje. Nos paramos en medio de una estrecha senda y me dijo Campoamor:

—¿No le parece a V. escuchar voces confusas y suaves que de árbol a árbol mantienen diálogos misteriosos? Ese dulce murmullo me inspiró el canto de mi Drama Universal, lo que dicen los árboles. Y todavía le es deudor D. Ramón, a su finca, de otras dos cosas que ni se compran ni hay dinero con qué pagarlas si se vendieran: la salud y la alegría.

Ramón de Campoamor. Retrato autógrafo 1896. BNE.

El reuma, el pícaro reuma, que a veces hace pasar amargos ratos al poeta, como para recordarle que, a pesar de su genio peregrino y único, es un mortal como todos los que le rodeamos admirándole, desaparece en cuanto se divisan los horizontes de Matamoros; y por allí se ve todas las tardes a Campoamor, con la agilidad y la fuerza de un muchacho, subir repechos, bajar pendientes, cruzar trochas y darse, en fin, unos paseos tan higiénicos como fatigosos para cualquiera que tuviera su edad, pero no sus bríos.

Y también huye de aquel risueño campo ese pesimismo que a veces atormenta la poderosa fantasía del vate y se trasparenta en alguna de sus hermosas estancias. Allí, en aquella hermosa casa con honores de palacio, hay cuartillas encima de todas las mesas; y D. Ramón, con idéntico entusiasmo que en sus juveniles años, trabaja de continuo, dando al mundo una vez más el sublime espectáculo de una inteligencia y un corazón eternamente jóvenes en una cabeza que han cubierto de nieve los años y en un cuerpo al que en vano intentan robar vigor. LUIS CÁNOVAS.

Vamos a terminar con un fragmento de la biografía del poeta, que compuso Marciano Zurita Rodríguez; en él habla de la finca veintitrés años después de la muerte de D. Ramón.

La Ilustración Española y Americana, 15 de febrero de 1901. Entierro de Campoamor.

«Matamoros»,  la finca magnífica, tendida junto al Mediterráneo, entre Torrevieja y San Pedro de Pinatar. Allí pasaba el insigne escritor buena parte del año dirigiendo el cultivo de la tierra y las plantaciones de árboles. Cuando nosotros, en el verano de 1924, visitamos lo que fue refugio, recreo y descanso de Campoamor, pudimos darnos cuenta de algunas cosas que nos causaron verdadera pesadumbre. La finca estaba asolada. Ya no se denominaba «Matamoros» sino «Campoamor».

Este respetuoso homenaje a la memoria de su glorioso propietario nos pareció muy oportuno. En cambio, nos produjo hondo pesar saber que la finca había sido vendida el año anterior en noventa mil duros a don Joaquín Amor y don Pascual del Baño y que los nuevos dueños habían sacado, solamente de la corta de pinos, ciento sesenta mil pesetas. Recorrimos el antiguo palacio, convertido hoy en casa de labor, con una plebeya teatralidad de aperos y de abonos.

Casa principal de la finca de Matamoros. 1913. Colección Sala Aniorte.
La casa de Campoamor en la actualidad. Fotografía José Córdoba.

Buscábamos algún recuerdo que nos hablase íntimamente de Campoamor, y ¡qué pocos pudimos encontrar! Lo que mejor se conservaba era el despacho del poeta, en el ángulo oriental, con dos balcones claros y luminosos que beben la roja lumbre del sol del Mediodía y el azul marino de Levante.

Sobre la mesa en que Campoamor escribía sus maravillosas doloras, había un cartapacio de piel descolorida, un escarabajo de hierro, un aparato de cristal con brújula, termómetro, reloj de sol y calendario perpetuo; un timbre de metal oxidado; un tintero de porcelana lleno de mellas; dos ceniceros de asta, y una plegadera en forma de suela de chapín con tacón Imperio, en la que, bajo la corona real de España, aparecía una flor de lis y en ella escrito un nombre egregio: «Isabel de Borbón».

La biblioteca había desaparecido totalmente y la habitación que ocupara era entonces capilla. Me aseguraron que los libros habían sido llevados a un desván de El Pilar de la Horadada, de donde fueron desapareciendo poco a poco. La vida que Campoamor hacía en «Matamoros» era por demás plácida y sosegada.

Levantábase al amanecer y bien solo o ya en compañía de su esposa, daba un largo paseo por la finca, que tenía treinta y cinco mil tahullas cultivadas y una extensión de cuatro leguas en contorno. Examinaba los trabajos que hacían los labriegos, conversaba amistosamente con éstos, y a las diez se recogía en la casa, donde trabajaba hasta las doce.

Dehesa de Campoamor. Puente de la Glea.

Después de almorzar dormía, según costumbre, una dilatada siesta, y a eso de las cuatro, en primavera y en otoño, y a las cinco o las seis en verano, daba un nuevo paseo o bien ordenaba que enganchasen la tartana e iba a El Pilar de la Horadada a platicar con el cura, o a Torrevieja. También iba de vez en cuando a San Pedro del Pinatar, especialmente durante las temporadas que allí pasaba el eminente tribuno don Emilio Castelar, amigo íntimo del poeta. Anochecido, éste volvía a la finca, cenaba, leía los periódicos y se acostaba entre diez y diez y media.

Orihuela. Dehesa de Campoamor. Edita A. Subirats Casanovas, Valencia. 1.977. Postales Colección Jesús R. Tejuelo.

Por último, como nota curiosa, transcribo una biografía cómica de don Ramón, sin pies ni cabeza, publicada durante la II República en un semanario satírico de Cartagena.

DON CRISPIN. Semanario satírico. Cartagena. 7 de marzo de 1932: Biografías jocoserias de hombres ilustres. DON RAMÓN DE CAMPOAMOR.

Nació este insigne y patilludo poeta en Torrevieja, en un 12 de mayo del siglo pasado. Su padre se llamaba Ramón, y su madre Ramona. Esto es cosa muy rara, pero la verdad se impone y hay que declararla paladinamente, que diría el fabricante del papel de fumar de marras en nuestro caso.

La primera composición poética que hizo fue antes de cumplir los dos años de edad; hecho que ocurrió de la siguiente forma. Estando Ramoncito en cierta ocasión, chupándose a la autora de sus días, se dio cuenta de la gran debilidad y delgadez de esta; y sacándose de la boca el rosado botón, le endilgó en tono sentencioso el siguiente pareado. Mamá, no me des más teta que te va a llevar Pateta.

Dona Ramona, creyendo que el hecho era un milagro, porque Ramoncito apenas sabía hablar, fue a contárselo al cura de la Horadada, pueblo cercano a Torrevieja. El buen pater se llevó a Campoamor a su casa para estudiarlo; y al verlo tan listo se quedó con él para recriarlo.

Ramoncito con el pobre párroco pasó las moras, porque dicho señor era fan caritativo que no tenía nada suyo. Esta conducta de su bienhechor le sugirió la célebre composición: «El cura del Pilar de la Horadada. Como todo lo da, no tiene nada».

Ramoncito, se hizo grande; y a medida que crecía, le crecía la cabeza, y también le crecía el talento. Como la poesía no le ha dado a nadie para comer, para solucionar el problema de la vida, se metió a guardafreno en la Compañía de ferrocarriles andaluces.

El contacto con los flamencos ferroviarios, le indujo a dejarse las patillas. Ocho años después, ascendió a revisor, y de una conversación con una viajera francesa mientras le picaba el billete, sacó el tema de su célebre «Tren Expreso».

Con el contacto de los pasajeros de primera clase y con la lectura de los periódicos, que estos se dejaban olvidados, se cuajó una cultura cosmopolita y funicular; tan basta, que Romero Robledo, en el ademán de picarle el billete, se la descubrió.

La amistad entablada en el tren con el célebre político, le valió un destino en la librería de Fé y más tarde un encasillado en un lugar de la Mancha, de cuyo sitio nunca quiso acordarse nuestro biografiado, porque no era aficionado a la política. y así fue pasando los días los meses y los años, hasta que se hizo viejo y se murió.

Ha legado a la Posteridad muchas composiciones poéticas. Entre ellas son las más notables «El Vértigo», «El Cantar del Romero» y «La Gatomaquia».

Antonio José Mazón Albarracín (Ajomalba).