El Obispo Maura.
José Martínez Ruiz «Azorín» para «El Diario de Barcelona». Marzo de 1918.
He tenido el honor de hablar durante una hora con el Obispo Maura. Este ilustre prelado vive en una pequeña ciudad del litoral mediterráneo; allí tiene su sede.
La ciudad se levanta en una ancha y fértil vega; hay en ella naranjos, limoneros, granados, palmeras; a veces, entre las frondas de los naranjos con sus esferas de oro, y al lado de un grupo esbelto de palmeras, se destaca un ciprés centenario, recio, negro, inmóvil, con la cima afilada.
Entre estas cimas negras y agudas, entre los penachos de las palmeras, por la noche brillan radiantes las estrellas en un cielo límpido, en una atmosfera tibia, en un ambiente de reposo y silencio.
La ciudad, que tiene por marco esta huerta, es pequeña y llena de paz. No pasa nada en sus calles y en sus plazas. Hay en ella una o dos modestas fondas en que los viajantes de comercio —ellos solos, sin nadie más — discuten a tiempo de yantar, en un desierto comedor.
Las campanitas de las iglesias tocan con sus voces de cristal a todas horas. Los cafés están solitarios y casi a obscuras por la noche. En las callejuelas desiertas se ve de tarde en tarde un grupo de viejas enlutadas que van o vienen a una iglesia.
La catedral es chiquita, con una bella reja en que un maestro antiguo lució sus primores y arte; los canónigos entran y salen silenciosos con sus ropones escarlata en una sacristía ancha y helada. Se respira una paz profunda en la ciudad. Sobre la paz, sobre el silencio, el río, un río rojo y torvo, que cruza el pueblo y pone un rumor sordo y formidable.
El Obispo Maura vive en un vetusto palacio situado de espaldas a este rio. El palacio tiene una espaciosa y majestuosa escalera de mármol rojo; en el último descanso, allá arriba, unas vidrieras de colores, con grandes blasones rojos, verdes, azules y amarillos, dejan entrar una luz suave.
Hay en el palacio vastas salas con el pavimento cubierto de estos viejos ladrillos — blancos con dibujos azules— de cascarilla, sobre que pisaron las gentes del siglo XVIII, con sus casacas y sus pelucas.
Corredores llenos de penumbra llevan a archivos y salas de oficinas en que los clérigos plumean. Se ven en las paredes de un salón retratos de antiguos prelados; abrimos y cerramos puertas gruesas y bajas, puertas de cuarterones.
El Obispo Maura está sentado en una espaciosa silla, ante una mesa. Es sencilla la estancia; las sillas y los demás muebles son modestos; es invierno y sobre el pavimento no hay alfombra ni estera; una delgada alcatifa rodea solo la mesa, que se halla colocada en medio de la sala. El Obispo está sentado en un ancho sillón. A un lado de la mesa hay un rimero de papeles y notas; a otro, ocho o diez libros nuevos, recientes.
El prelado tiene los ojos vivos, escrutadores, de mirada elocuente, de hombre de estudio y de energía. Lleva un pañuelo blanco, de seda, al cuello; la nota nítida, alba, destaca y forma bella armonía con el negro de la sotana; y sobre la sotana, a lo largo del cuerpo, lucen también sobre la negrura unos anchos botones rojos. La frente del prelado es ancha, inteligente. Sobre la cabeza está el solideo morado con una borlita verde.
El Obispo Maura lee y estudia de continuo en su biblioteca. Sus lecturas son, principalmente, de libros modernos. Es un filósofo; sus pastorales representan un profundo conocimiento de todo el moderno trabajo filosófico y sociólogo, Taine, Fouillée, Tardé, Spencer, Guyau, Renouvier, Nietzsche, Schopenhauer, son familiares al prelado.
Para combatir al enemigo es necesario conocer bien sus armas; el Obispo Maura conoce perfectamente los filósofos, sociólogos y publicistas de quienes habla.
Su entendimiento es sutil, delicado; hay en él esa experiencia de las cosas y de las ideas que sólo se encuentran, no en los hombres que han leído mucho y estudiado mucho, sino en aquellos que han sabido leer y que han llegado a alcanzar ese grado de cultura exquisita, suprema, que permite ver lo que hay de permanente y válido en la obra del entendimiento humano y lo que hay — a pesar de las apologías y de los entusiasmos — de deleznable y fugaz.
Así el insigne prelado tiene una sonrisa indulgente e irónica para todas estas novedades y fantasías filosóficas de ahora: pracmatismo, amoralismo, superhombría netzchana, etc.
Él sabe que todo en las especulaciones humanas se repite; que solo hay una verdad fundamental inconmovible; que los filósofos y sofistas helenos imaginaron ya todo lo imaginable; y que en definitiva ateniéndonos a los tiempos modernos, todo lo que se ha hecho y se está haciendo desde Kant a la fecha, son cosas ya sabidas a las que se intentan colocar otros nombres. Hombres de esta modalidad intelectual son rarísimos.
Hallareis espíritus llenos, atiborrados de cultura libresca al tanto de toda novedad, al corriente de cuanto se dice y escribe; pero, ¿cuantos hallareis que hayan llegado a este grado supremo de saber el libro que no es preciso leer, y de conocer y saber apreciar en el leído lo que es novedad solo en el nombre — a pesar de los elogios de la opinión — y lo que es matiz realmente original y profundo, muchas veces, casi siempre desconocidos e ignorado por esa misma opinión?
El Obispo Maura pertenece al escaso número de estos hombres; él vive modestamente en su viejo palacio; le rodean los libros; no tiene ambiciones; lee a los filósofos a ratos, y a ratos pasea por las anchas salas y estancias. El Obispo Maura es primo hermano del insigne estadista que preside los consejos de la Corona.
Transcripción de Antonio José Mazón Albarracín. (Ajomalba)