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La Riada de San Andrés. Crónica.

Ciudadanía. 2 de diciembre de 1916:

LA RIADA DE SAN ANDRÉS. A las dos de la tarde del pasado lunes cayó sobre nuestra ciudad y su huerta una horrorosa tormenta. Un fortísimo aguacero acompañado de truenos y relámpagos que se sucedían sin interrupción, alarmó bastante, pero, mucho más el huracanado vendaval que arrollándolo todo, arrancó de cuajo dos corpulentos árboles que cayendo sobre los jardines de la Glorieta derribaron bastantes metros de verja y muchísimos arbustos y plantas. En otros sitios causó incalculables desperfectos el huracán.

Glorieta y San Gregorio. 1916. Colección Javier Sánchez Portas.

BUEN MERCADO. Como la lluvia no cesó ni un momento y se mostraba más pertinaz cada vez, amaneció el martes sin que viniesen al mercado los numerosos negociantes y gente de la huerta que llenan en este día nuestra ciudad.

Supimos alborozados la noticia de que por todo el campo había llovido copiosamente, estando por lo tanto asegurada la siembra, que si se había demorado, obedecía solamente a la falta del preciado líquido. El río experimentó brusca crecida, inspirando recelos. Durante la tarde continuó la lluvia, convirtiéndose en torrencial por la noche en que ya empezaron algunas calles a inundarse.

GRANIZADA. A las dos de la madrugada del miércoles descargó una nube de piedra que duró breves minutos, imponiendo a todos los que despertaron sobresaltados por el ímpetu de la pedrea. Corregida y aumentada sentimos otra a las 8 de la mañana.

Hombres de edad aseguraron no haber presenciado nunca granizada como esta, siendo el tamaño general de la piedra como huevecitos de pájaro. Una hubo que pesó 75 gramos, apreciándose otras como nueces. Reincidió poco antes de mediodía, originando con los chubascos intermedios, un aumento de agua que las vertientes de la sierra tributaban al embravecido Segura.

CALLES INUNDADAS. Como estaban los portillos entablados y se habían adoptado precauciones para evitar la salida por los «arbellones», el agua de lluvia no pudo en algunos sitios verter al río, quedando varías calles inundadas. La plaza de la Constitución y Calles del Molino, Río, Meca y Cantareros y parte de las de San Pascual, pintor Agrasot y San Juan corrieron dicha suerte.

Calle del Río. 1916. Colección Javier Sánchez Portas.

EL RAMO DE LA VIRGEN. Ante la inminencia de una catástrofe, demandó el pueblo los auxilios de su celestial Patrona y con el entusiasmo ferviente de las solemnidades inolvidables, se llevó a cabo el acto sublime de arrojar a las ondas embravecidas el ramo de la Monserratica…

Fue al atardecer de este día cuando fue trasladada en automóvil nuestra Patrona hasta el puente de Levante. Millares de almas, toda Orihuela confundida en un solo corazón, vitoreaba llorando a la que siempre fue consuelo de los orcelitanos afligidos. Las autoridades rodeaban a nuestro Prelado, que con sus manos venerables, temblorosas de emoción arrojó al Segura el ramo de la Virgen entre el clamoroso grito de todo el pueblo que se amparaba bajo el manto de María de Monserrate y confiaba en su protección.

Ceremonia del ramo en el puente.

NOCHE DE ZOZOBRA. Anocheció el 29 y la intranquilidad aumentaba con la oscuridad. Venía de la huerta rumor de caracolas, como ayes de agonía entre las tinieblas presagiando desgracias. Numerosas familias, con sus míseros ajuares llegaban a la ciudad huyendo del río que había inundado parte de la huerta. El vecindario adoptó precauciones en previsión de un lastimoso despertar y el río mugía agorero y trágico.

EN EL AYUNTAMIENTO. A las diez de la noche se reunieron en el despacho del Sr. Alcalde, los representantes de las fuerzas vivas de esta población que fueron invitados, asistiendo también nuestro Director. Se acordó dirigir telegramas al Sr. Presidente del Consejo de Ministros, Ministro de la Gobernación y a D. Trinitario Ruiz Valarino, exponiéndoles la crítica situación en ésta.

El Sr. Ballesteros Meseguer manifestó su extrañeza por no constituirse en sesión permanente el Ayuntamiento como Junta de Auxilio. Somos de los muchos que conformes con lo manifestado por dicho señor, compartimos su extrañeza y nos preguntamos por qué no obrarían del modo que el señor Ballesteros propuso.

TRISTE AMANECER. Antes del alba del día de San Andrés ya comenzó a desbordarse el río visiblemente, venciendo la máxima resistencia de contención. Con la luz del día apareció Orihuela inundada en su mayoría, sólo se vieron libres de la riada algunas calles de la parte alta de nuestra ciudad que con las lluvias se veían anegadas. De Beniel y Molins se tenían alarmantes noticias, principalmente de este último pueblecito tan castigado siempre por las crecidas del Segura.

TODOS A SAN MIGUEL. Gran número de curiosos, durante la inundación subió al Seminario para contemplar el aspecto tristísimo y a la vez fantástico de nuestra feracísima vega que desde allí se dominaba convertida en inmensa laguna. Daba espanto la visión, pues atemorizaba el contemplar la inmensa desgracia que se cernía sobre los pobres dueños de las viviendas arruinadas.

LLEGADA DEL GOBERNADOR. A las 8 y media de la mañana llegó el Ilmo. Sr. Gobernador D. Francisco de Federico, acompañado del Jefe de Vigilancia de Alicante D. José Mª. Ciurana y del Capitán de Seguridad Sr. Baigorri. Tan distinguida autoridad había dispuesto el envío en tren especial de lanchas y tripulaciones que apenas llegadas a Orihuela salieron a la huerta donde comenzaron a realizar salvamentos y a repartir socorros entre los incomunicados.

Por nuestras calles, otras lanchas se ocuparon para socorrer las necesidades de las familias que aisladas se encontraban por la crecida. El gobernador, acompañado de las autoridades, visitó enseguida la mayoría de los lugares inundados en la población, dirigiendo personalmente los trabajos de salvamento con gran celo.

Calle Calderón. 1916. Colección Javier Sánchez Portas.

LOS PORTILLOS DE DESAMPARADOS, LAS NORIA Y RIPALDA. Estos portillos, en el partido del Camino de Beniel han estado a punto de reventar, y así hubiera sucedido de no haber roto el río por el de Ginés. Hoy han ido a verlo, técnicos y propietarios de aquella ribera y nos dicen, que ambos han quedado más falseados y de mayor peligro que el que ofrecía el llamado de Ginés, antes de romperse en esta riada. Lo ponemos en conocimiento del Alcalde, Juez de aguas, Gobernador civil e Ingeniero Jefe de la división hidráulica del Segura.

NOTAS SUELTAS: El Sr. De Federico, dispuso que mandasen de Torrevieja algunas barcas que tripuladas por marineros se encuentran prestando auxilio en Molins y en el camino de Beniel por donde la crecida ha causado daños enormes. Conferenció extensamente con el Ministro de la Gobernación, con el gobernador de Murcia y el alcalde de Alicante dándoles, cuenta de la inundación y solicitando protección, para los necesitados.

Por la tarde recorrió en lancha los parajes del Molino de la Ciudad prodigando socorro, en compañía del Sr. Marqués de Arneva siendo ambos muy aclamados por los huertanos. El Sr. Alcalde repartió en la mañana del viernes 1500 kilos de pan entre los pobres damnificados.

En la misma noche del jueves, llegó el Teniente Coronel de la Guardia Civil Sr. Aguilar con algunas parejas. De Callosa y Alicante mandaron varios centenares de kilos de pan, cuyo producto escaseó aquí por haberse inundado algunas tahonas. Con el descenso de la riada comenzó a las primeras horas de la tarde del jueves la circulación de los trenes. Las cosechas de hortalizas y la de naranja, principal riqueza de esta vega, se consideran perdidas.

La Acción (Madrid). 1/12/1916.

Al fin ha ocurrido en Molins una desgracia, siendo arrastrado por la corriente un niño de corta edad. Ya han empezado, con mucho ahínco, el trabajo de limpieza y saneamiento en las calles llenas de lodo. De las huertas de Dolores y Rojales se tienen angustiosas noticias y de Torrevieja han salido auxilios que de allí pidieron con urgencia.

REGRESO DEL GOBERNADOR. En el correo de anoche salió para Alicante juntamente con sus distinguidos acompañantes, el Ilmo. Sr. D. Francisco De Federico, al que tributaron una cariñosa despedida las autoridades, amigos y gran número de personas que han visto su generosidad, recorriendo los sitios de mayor peligro y auxiliando a tanto desamparado.

Antes de marchar felicitó cordialmente al joven abogado Sr. Bonafós que se destaca con pujanza de entre los muchos que desinteresadamente expusieron sus vidas en servicio de los damnificados.

RECONOCIMIENTO. No podemos sustraernos de hacer público el unánime y ferviente deseo de toda Orihuela, en pedir al Gobierno premie como se merece el colosal esfuerzo del letrado Don Antonio Bonafós que como Rafael Moreno Hidalgo, laborioso obrero vecino de la calle del Sol número 42, lucharon desesperadamente en los sitios de más peligro, socorriendo a las victimas de la inundación.

Orihuela. 1916. Colección Javier Sánchez Portas.

Antonio José Mazón Albarracín (Ajomalba).

Fotografías de la Colección Javier Sánchez Portas.

Campoamor y la Dehesa de Matamoros.

La Ilustración Española y Americana. 15 de febrero de 1901. BNE.

De la biografía de Ramón de Campoamor, suficientemente tratada por muchos autores, sólo quiero mencionar el cargo de gobernador civil de la provincia de Alicante en 1847.

En la capital levantina, gracias a este nombramiento, conoció a una dama de ascendencia irlandesa llamada Guillermina O’Gorman con la que contrajo matrimonio en 1849.

Guillermina era hija de un acaudalado comerciante que aprovechó la desamortización de Mendizabal para adquirir una inmensa propiedad al sur de la provincia; una finca cargada de historia de la que tenemos noticias desde el siglo XV por su torre, su ermita y el convento de San Ginés que llegó a ser Cartuja de Vía Coeli.

Allí sufrieron las razias de los corsarios musulmanes dominicos, mercedarios, cartujos, carmelitas….

Hablamos de la dehesa de Matamoros; llamada posteriormente la dehesa de Campoamor.

Dehesa de Campoamor.

La Dehesa de San Ginés o de Matamoros.

La Correspondencia de España, 21 de abril de 1862: El Sr. D. Ramón de Campoamor, deseoso de que se realice el establecimiento de una granja-modelo en la provincia de Alicante, presentó últimamente a la junta de agricultura un proyecto de granja, manifestando que desde luego pone a disposición del gobierno una de sus posesiones que es la llamada Dehesa de San Ginés, jurisdicción de Orihuela, término de la Horadada y situada entre las provincias de Alicante y Murcia.

La posesión, tiene en primer lugar una extensión que abraza cinco leguas de circuito y en diferentes puntos están situados cinco edificios, dos de los cuales son bastante grandes, y sobre todo uno de moderna construcción llamado casa nueva de Matamoros.

El Mundo Cómico, 4 de enero de 1874.

BOLETÍN OFICIAL. 20 de Enero de 1868. MINISTERIO DE FOMENTO. REAL ORDEN. Agricultura. Ilmo. Sr.: Visto el expediente instruido en el Gobierno civil de Alicante, a instancia de D. Ramón de Campoamor, con objeto de alcanzar los beneficios que dispensa la ley de 11 de Julio de 1866 sobre fomento de la población rural, para ocho caserías que el interesado tiene establecidas en su finca denominada dehesa de Campoamor, sita en el término de Orihuela: Resultando de dicho expediente:

1. Que a las ocho caserías se les ha demarcado por el perito designado al efecto el número de hectáreas que ha estimado convenientes dentro de las que la ley permite.

2. Que la casería a que han dado el nombre de la Gea o Hojosa dista de la población más inmediata cuatro kilómetros; siete las dos llamadas el Convento y la conocida con el nombre de Casa del Guarda; ocho las denominadas Guillermina y la Mincha, y nueve la que llaman la Glea.

Y 3. Que el total de hectáreas utilizadas que abraza la finca es el de 2.600, de las cuales 1.340 corresponden con la proporción debida, a las siete caserías antes indicadas, aplicándose las 1.250 restantes al establecimiento de una granja de extensos cultivos, para lo cual tiene construida el interesado otra casa, distante de la población más inmediata seis kilómetros.

Resultando del propio expediente que D. Ramón de Campoamor había solicitado en el mes de Junio de 1866 que se aplicasen los beneficios de la ley de 21 de Noviembre de 1855 a la finca de que queda hecho mérito; y que apoyado después en lo dispuesto en el art. 9 ° de la ley de 11 de Julio de 1866 optó por los que esta dispensa, cumpliendo para ello con todas las formalidades que en la misma se imponen y el reglamento determina.

S. M, la Reina (Q. D. G.) se ha servido declarar que las ocho caserías que motivan dicho expediente tienen derecho al disfrute de los beneficios que concede la ley de 11 de Julio antes citada, en la proporción que sigue:

Por 15 años la casería llamada Bojosa; por 20 las dos denominadas el Convento y la conocida con el nombre de Casa del Guarda; por 25 la Guillermina, la Mincha y la Glea, y por 20 años la granja destinada a extensos cultivos, que llaman Matamoros.

Lo que de Real orden comunico a V. I. para su conocimiento y efectos correspondientes. Dios guarde a V. I. muchos años, Madrid 4 de Enero 1868.— Orovio.— Sr. Director general de Agricultura, Industria y Comercio.

Tras la lectura de estos dos documentos que retratan la finca en términos mercantiles, vamos a ver como la describen Juan Pérez Aznar en 1882; Luis Cánovas en 1889 y Marciano Zurita Rodríguez en 1924.

Esta primera transcripción está formada por fragmentos de una extensa y florida publicación ofrecida por entregas en el diario alicantino «El Constitucional».

El Constitucional, diario liberal, Alicante 1882/1883

El Constitucional, Alicante 1882/1883: LA DEHESA DE CAMPOAMOR. La carretera de Balsicas nada ofrece de notable; atraviesa un campo yermo, un extenso saladar; se recorren ocho kilómetros por ella hasta llegar a los primeros matorrales de la dehesa, entre la asfixia y el polvo; nuestros carruajes recorrieron este trayecto en una hora; el terreno no tiene nada de accidentado, los amojonamientos de la extensísima finca del Sr. Campoamor, cuyo perímetro mide más de seis leguas, constituyen  los primeros pinos y malezas, la primera vegetación que aparece a la vista.

El contraste es sorprendente; lindante con la loma pelada y seca, se levanta el campo esmaltado con todos los colores con que la naturaleza pinta la exuberante vegetación; antes de llegar a este sitio la brisa perfumada con todas las esencias que recoje al paso, acarician la abrasada frente del viajero y dilata sus pulmones constreñidos por el calor y el polvo.

La dehesa de Campoamor gráficamente dicho en mitad de la carretera de Torrevieja a Balsicas, no es otra cosa que un delicioso oasis en mitad del desierto; ningún murmullo, ningún canto, ningún movimiento, ningún ruido se percibe en ocho kilómetros de un terreno caldeado por el sol; cierto es que el mar azul y tranquilo se tiene constantemente a la vista, recreando el ánimo, pero el cuadro de la naturaleza carece de encantos, de expresión y de vida; si no le anima la variedad, si no lo matizan todos los colores, si no le arrullan todos los murmullos.

El follaje se mueve en cuanto se entra en territorio de la dehesa de Campoamor, los pájaros cruzan en todas direcciones buscando sus fofos nidos en las copas de los árboles. En este delicioso edén vemos al ánade jugar con la ola, a la perdiz aventurarse en todos los atajos, absoluta y libre. Los rayos del sol vense de continuo interceptados por el bosque; y la luz desleída recorre todos los tonos de una sombra que convida, o a la meditación, o al sueño; pero nos dejamos muy pronto llevar de las impresiones. Todavía estamos en la carretera que atraviesa la finca del Sr. Campoamor.

La casa se descubre allá a lo lejos, destacándose sobre un mar de verdura. Seméjase a un pájaro enorme con sus alas desplegadas a punto de tender su vuelo; para llegar a ella hay que atravesar un barranco por un puente de reciente construcción, afiligranado de pilones de piedra de cantería; en su fondo, y siguiendo hasta la orilla del mar, vese un bosque de olivos, animado por el tornasol de su follaje espeso y por el monótono canto de la cigarra.

Desde este sitio ya el terreno comienza a ser accidentado y silvestre. Por varios atajos se puede llegar a la casa que se divisa en un alto; pero nuestros carruajes siguieron la carretera hasta encontrar el cruce de otra en construcción que ha de conducir desde San Pedro del Pinatar hasta Orihuela. Dicho camino corta por la parte del Oeste y Norte, toda la dehesa en una extensión de 6 kilómetros. Pero ya estamos cerca de la casa, ya oímos los ladridos de los perros, la gente que hay en ella se pone en movimiento.

Por fin… dos horas hemos tardado. El señor Campomanes echa pie a tierra y nos guía al magnífico asilo, objeto de nuestro viaje y soñado paraíso por el que hemos dejado nuestras habituales ocupaciones con ánimo de encontrar solaz esparcimiento y grato deleite en él. Ya estamos en el magnífico salón cuadrilongo, cuerpo principal de la casa que, situada frente al mar y en lo más alto de la dehesa, la domina por completo.

No es esto decir, ni negar en absoluto que hubiera entre nosotros quien comía el arroz con pollo ricamente condimentado por mano hábil entre las dulces abstracciones del enamorado pensamiento; ni que alguien dejase de solicitar después del espléndido almuerzo una cucharadita de algo atemperante para que la aceituna en el estómago no extrañase al salchichón, ni el queso al dulce de almíbar, ni el melón regalado a la carne sazonada a fuerza de manteca.

De Torrevieja se va a Matamoros con el alma henchida de recuerdos, y de la espléndida y rica mesa que en Matamoros hace servir el señor Campoamor o su familia en su ausencia, se levanta el huésped completamente satisfecho y harto. Nuestro primer almuerzo fue excelente. Por entre las espesas persianas de los balcones del comedor se colaba un airecillo agradable, saturado de perfumes; desde la mesa se ve el mar y se cuentan por centenares los pájaros que por la dehesa cruzan festejando al viajero con sus melodiosos trinos.

La Esfera, ilustración mundial, 1916. BNE

Parece que la hospitalidad está allí en competencia. Todo en aquella casa y en aquel campo es grato, dulce y delicioso. Pero vamos a tomar café y a brindar chocando las copas que rebosan del espumoso champagne, el vino de todas las fiestas y el que preside nuestras efímeras alegrías. El Sr. Campomanes brinda; breve es lo que dice pero nada más oportuno ni más elocuente. Su pensamiento es un idilio. He aquí con pocas palabras resumido su discurso.

«Señores: el campo es la libertad, aquí el pensamiento de cada cual es soberano, la lectura, la caza, el paseo, estos son los goces que os proporciona la dehesa y de los que podéis disfrutar sin limitación alguna; quien quiera dormir, al lecho; en aquel rincón hallaréis cuantas escopetas queráis, la biblioteca está atestada de libros; donde quiera que dirijáis vuestros pasos hallaréis grata sombra y pintorescas encrucijadas que recreen vuestro ánimo, esta es vuestra casa, estamos en familia, cada cual es jefe y soberano de sus gustos y muy dueño de hacer lo que le plazca sin dar cuenta a nadie, absolutamente a nadie. Viva la libertad».

Esto produjo una verdadera explosión; los aplausos fueron estrepitosos. Los brindis se sucedieron sin interrupción alguna; al Sr. Campoamor, al poeta insigne y al filósofo profundo, debieron llegar de una manera vaga y misteriosa nuestras protestas de admiración y respeto; se recitaron algunas doloras, parto de su rica y exuberante fantasía, celebramos su ingenio, con orgullo verdaderamente español, y gratamente emocionados nos levantamos de la mesa, y nos dispersamos, cada cual buscando el compañero de paseo, el compañero de caza, o el limpio fofo y regalado lecho, que en ventiladas y espaciosas habitaciones, brindaban una venturosa siesta.

Espeso cañaveral sirve de zócalo a aquel vetusto edificio ennegrecido por el tiempo y medio oculto por el enmarañado bosque, cuyo follaje tornasola la brisa con hermosos cambiantes de luz y de cuyo seno brotan todos los murmullos de igual manera que del claustro las dísticas armonías de la plegaria. La imaginación profundamente abstraída, fantaseaba aquel paisaje.

Ruinas de San Ginés en la actualidad.

Por todas las encrucijadas, al pie de cada árbol donde quieran los ojos, fijábanse con la indolencia que precede al sueño; allí se veía al austero penitente de San Ginés envuelto en tosco sayal, buscando en el corazón de aquella naturaleza virgen eficacísimos remedios contra las humanas dolencias. De todas partes se veían gentes laceradas de alma y cuerpo, fantasmas extenuados y hambrientos que al primer golpe de la campana, acudían en tropel a la oración y a la sopa.

¡Oh! la imaginación, el desvarío resucitan los tiempos o se precipita en el pasado para ahondar los secretos de la muerte. Pero despertemos de esta pesadilla. El convento de San Ginés ya no tiene campanas, ni monjes; los árboles seculares han sobrevivido al austero pasado, y por más que con el vago murmullo de su follaje recitamos un poema conmovedor y elocuente, nada podemos traducir de él, y es fuerza que despertemos a la realidad de la vida.

La Ilustración Gallega y Asturiana. 1880. BNE.

El día comenzaba a clarear; el campo ofrecía un aspecto extraño; cada matorral medio envuelto en la oscuridad y en la bruma, parecía un grupo de hombres en acecho; el mar, velado a grandes trechos por espesa neblina, destacábase sosegado y tranquilo; por el Oriente dibujábanse violáceas nubes que indicaban la presencia del astro del día. Las gaviotas con vuelo tardo, cruzaban la costa con dirección a Cabo de Palos.

La expedición llegó a la carretera sintiendo las primeras molestias de los rayos del sol. Allí esperaban ya los carruajes. Subimos y nos pusimos en marcha hacia San Pedro del Pinatar. El campo apareció hermosísimo a nuestra vista. Por todas partes veíanse quintas de recreo, casas de labranza, frondosas huertas, extensos olivares, grandes viñedos, una naturaleza exuberante, fecunda, rica.

Cabo Palos divisábase a la izquierda; frente al camino que seguíamos viaje a San Pedro. A orillas del mar Menor y en todo el perímetro de aquella costa, destacábanse multitud de puntos blancos, grupos de casas que se ocultaban y aparecían a nuestros ojos como si brotasen del fondo de un mar de verdura, poetizado por lo vago de las distancias.

Lo que más nos llamó la atención fue un punto luminoso que reverberaba a la luz del sol como un diamante colosal, inmenso. Era una montaña de sal blanca, purísima, cristalizada en prismas como las facetas del valioso carbúnculo. Antes de llegar a San Pedro del Pinatar tomaron los carruajes por una vereda. A nuestra espalda quedaba, allá a lo lejos y sobre una cima profusamente alfombrada con todos los tonos del color verde, la casa de la dehesa Matamoros…

La Ilustración Artística, 1901. BNE

Pasamos a las palabras de Luis Cánovas en 1889. (Puede ser el famoso torrevejense Luis Cánovas Martínez, nacido en 1857).

La Ilustración ibérica (Barcelona) 2 de febrero de 1889: Voy a hablar de Matamoros. Si describir la dehesa hermosísima en que el ilustre autor del tren expreso viene a descansar de las fatigas del Consejo es sumamente difícil, dar de ella una completa idea en pocas palabras es extraordinariamente fácil. La naturaleza, esa gran enemiga del hombre, según Leopardi, ha sido para Campoamor, más que amiga, aduladora y cortesana.

La muy pícara, sintiendo por el gran poeta la admiración que se despierta en todo el que le conoce, ha querido darle de ella una prueba concluyente y ha hecho de Matamoros un pequeño poema. Eso es, ni más ni menos, la dehesa famosa.

¿Qué veis en un poema de Campoamor? Un plan admirable, una variedad infinita de tonos resolviéndose en una unidad sorprendente y avasalladora; una facilidad irritante que hace creer a muchos ilusos que aquello lo puede hacer todo el mundo; la realización de esa paradoja de la prosa poética que él verifica sin esfuerzo, poniendo al lado de la teoría con tanto ingenio defendida, uno y mil ejemplos que la robustecen y afirman.

Un soberbio desprecio de ciertos convencionalismos académicos, tan arcaicos como insostenibles; y, por encima de todo eso, dándole vida, luz, armonía y belleza, su genio original y único, la encarnación más perfecta de la lírica moderna. Y así es Matamoros.

Su plan, su disposición, es acabada y bellísima. Su variedad inagotable, desde las hermosas cañadas que rodean el barranco de la Glea hasta los espesos pinares que dan acceso al convento, desde las lomas erizadas de chaparras de la Bojosa hasta las rocas de la Peña del Cuervo, en que parece habitar la ninfa Eco; mil y mil panoramas espléndidos, ora risueños, ora sombríos, se suceden ante la vista, resolviéndose en unidad armoniosa y sensible.

No ha entrado allí la mano despótica y ridícula del cultivador moderno trazando líneas rectas, recortando las frondosas copas e imponiendo a la madre naturaleza una simetría tan absurda como antiartística. Las estrofas de aquella oda gigantesca que canta Matamoros a su dueño no están medidas con el académico martilleo de un alejandrino: tienen la graciosa soltura, el hechicero descuido de la silva, el metro preferido del gran poeta.

Pero además de ser la dehesa esclava de Campoamor, sectaria e idólatra de su célebre amo, es también su acreedora, su dueña en cierto modo. ¿De cuántos inspirados cantos no le es deudor el egregio vate? Aquel final apasionado del primer canto de su Don Juan, aquella gracia infantil del comienzo de los Grandes Problemas, la envidiable maestría con que Campoamor describe y pinta las escenas del campo, ¿a quién sino a Matamoros los debe?

Pocos días ha que D. Ramón y el que firma estas líneas paseaban juntos por la hermosa posesión. Era la caída de la tarde. El viento, fresco y juguetón, nos acariciaba. Despedíase el sol, con pena, de aquel oasis. Los pinos parecía que se inclinaban al pasar el poeta, como rindiéndole pleito homenaje. Nos paramos en medio de una estrecha senda y me dijo Campoamor:

—¿No le parece a V. escuchar voces confusas y suaves que de árbol a árbol mantienen diálogos misteriosos? Ese dulce murmullo me inspiró el canto de mi Drama Universal, lo que dicen los árboles. Y todavía le es deudor D. Ramón, a su finca, de otras dos cosas que ni se compran ni hay dinero con qué pagarlas si se vendieran: la salud y la alegría.

Ramón de Campoamor. Retrato autógrafo 1896. BNE.

El reuma, el pícaro reuma, que a veces hace pasar amargos ratos al poeta, como para recordarle que, a pesar de su genio peregrino y único, es un mortal como todos los que le rodeamos admirándole, desaparece en cuanto se divisan los horizontes de Matamoros; y por allí se ve todas las tardes a Campoamor, con la agilidad y la fuerza de un muchacho, subir repechos, bajar pendientes, cruzar trochas y darse, en fin, unos paseos tan higiénicos como fatigosos para cualquiera que tuviera su edad, pero no sus bríos.

Y también huye de aquel risueño campo ese pesimismo que a veces atormenta la poderosa fantasía del vate y se trasparenta en alguna de sus hermosas estancias. Allí, en aquella hermosa casa con honores de palacio, hay cuartillas encima de todas las mesas; y D. Ramón, con idéntico entusiasmo que en sus juveniles años, trabaja de continuo, dando al mundo una vez más el sublime espectáculo de una inteligencia y un corazón eternamente jóvenes en una cabeza que han cubierto de nieve los años y en un cuerpo al que en vano intentan robar vigor. LUIS CÁNOVAS.

Vamos a terminar con un fragmento de la biografía del poeta, que compuso Marciano Zurita Rodríguez; en él habla de la finca veintitrés años después de la muerte de D. Ramón.

La Ilustración Española y Americana, 15 de febrero de 1901. Entierro de Campoamor.

«Matamoros»,  la finca magnífica, tendida junto al Mediterráneo, entre Torrevieja y San Pedro de Pinatar. Allí pasaba el insigne escritor buena parte del año dirigiendo el cultivo de la tierra y las plantaciones de árboles. Cuando nosotros, en el verano de 1924, visitamos lo que fue refugio, recreo y descanso de Campoamor, pudimos darnos cuenta de algunas cosas que nos causaron verdadera pesadumbre. La finca estaba asolada. Ya no se denominaba «Matamoros» sino «Campoamor».

Este respetuoso homenaje a la memoria de su glorioso propietario nos pareció muy oportuno. En cambio, nos produjo hondo pesar saber que la finca había sido vendida el año anterior en noventa mil duros a don Joaquín Amor y don Pascual del Baño y que los nuevos dueños habían sacado, solamente de la corta de pinos, ciento sesenta mil pesetas. Recorrimos el antiguo palacio, convertido hoy en casa de labor, con una plebeya teatralidad de aperos y de abonos.

Casa principal de la finca de Matamoros. 1913. Colección Sala Aniorte.
La casa de Campoamor en la actualidad. Fotografía José Córdoba.

Buscábamos algún recuerdo que nos hablase íntimamente de Campoamor, y ¡qué pocos pudimos encontrar! Lo que mejor se conservaba era el despacho del poeta, en el ángulo oriental, con dos balcones claros y luminosos que beben la roja lumbre del sol del Mediodía y el azul marino de Levante.

Sobre la mesa en que Campoamor escribía sus maravillosas doloras, había un cartapacio de piel descolorida, un escarabajo de hierro, un aparato de cristal con brújula, termómetro, reloj de sol y calendario perpetuo; un timbre de metal oxidado; un tintero de porcelana lleno de mellas; dos ceniceros de asta, y una plegadera en forma de suela de chapín con tacón Imperio, en la que, bajo la corona real de España, aparecía una flor de lis y en ella escrito un nombre egregio: «Isabel de Borbón».

La biblioteca había desaparecido totalmente y la habitación que ocupara era entonces capilla. Me aseguraron que los libros habían sido llevados a un desván de El Pilar de la Horadada, de donde fueron desapareciendo poco a poco. La vida que Campoamor hacía en «Matamoros» era por demás plácida y sosegada.

Levantábase al amanecer y bien solo o ya en compañía de su esposa, daba un largo paseo por la finca, que tenía treinta y cinco mil tahullas cultivadas y una extensión de cuatro leguas en contorno. Examinaba los trabajos que hacían los labriegos, conversaba amistosamente con éstos, y a las diez se recogía en la casa, donde trabajaba hasta las doce.

Dehesa de Campoamor. Puente de la Glea.

Después de almorzar dormía, según costumbre, una dilatada siesta, y a eso de las cuatro, en primavera y en otoño, y a las cinco o las seis en verano, daba un nuevo paseo o bien ordenaba que enganchasen la tartana e iba a El Pilar de la Horadada a platicar con el cura, o a Torrevieja. También iba de vez en cuando a San Pedro del Pinatar, especialmente durante las temporadas que allí pasaba el eminente tribuno don Emilio Castelar, amigo íntimo del poeta. Anochecido, éste volvía a la finca, cenaba, leía los periódicos y se acostaba entre diez y diez y media.

Orihuela. Dehesa de Campoamor. Edita A. Subirats Casanovas, Valencia. 1.977. Postales Colección Jesús R. Tejuelo.

Por último, como nota curiosa, transcribo una biografía cómica de don Ramón, sin pies ni cabeza, publicada durante la II República en un semanario satírico de Cartagena.

DON CRISPIN. Semanario satírico. Cartagena. 7 de marzo de 1932: Biografías jocoserias de hombres ilustres. DON RAMÓN DE CAMPOAMOR.

Nació este insigne y patilludo poeta en Torrevieja, en un 12 de mayo del siglo pasado. Su padre se llamaba Ramón, y su madre Ramona. Esto es cosa muy rara, pero la verdad se impone y hay que declararla paladinamente, que diría el fabricante del papel de fumar de marras en nuestro caso.

La primera composición poética que hizo fue antes de cumplir los dos años de edad; hecho que ocurrió de la siguiente forma. Estando Ramoncito en cierta ocasión, chupándose a la autora de sus días, se dio cuenta de la gran debilidad y delgadez de esta; y sacándose de la boca el rosado botón, le endilgó en tono sentencioso el siguiente pareado. Mamá, no me des más teta que te va a llevar Pateta.

Dona Ramona, creyendo que el hecho era un milagro, porque Ramoncito apenas sabía hablar, fue a contárselo al cura de la Horadada, pueblo cercano a Torrevieja. El buen pater se llevó a Campoamor a su casa para estudiarlo; y al verlo tan listo se quedó con él para recriarlo.

Ramoncito con el pobre párroco pasó las moras, porque dicho señor era fan caritativo que no tenía nada suyo. Esta conducta de su bienhechor le sugirió la célebre composición: «El cura del Pilar de la Horadada. Como todo lo da, no tiene nada».

Ramoncito, se hizo grande; y a medida que crecía, le crecía la cabeza, y también le crecía el talento. Como la poesía no le ha dado a nadie para comer, para solucionar el problema de la vida, se metió a guardafreno en la Compañía de ferrocarriles andaluces.

El contacto con los flamencos ferroviarios, le indujo a dejarse las patillas. Ocho años después, ascendió a revisor, y de una conversación con una viajera francesa mientras le picaba el billete, sacó el tema de su célebre «Tren Expreso».

Con el contacto de los pasajeros de primera clase y con la lectura de los periódicos, que estos se dejaban olvidados, se cuajó una cultura cosmopolita y funicular; tan basta, que Romero Robledo, en el ademán de picarle el billete, se la descubrió.

La amistad entablada en el tren con el célebre político, le valió un destino en la librería de Fé y más tarde un encasillado en un lugar de la Mancha, de cuyo sitio nunca quiso acordarse nuestro biografiado, porque no era aficionado a la política. y así fue pasando los días los meses y los años, hasta que se hizo viejo y se murió.

Ha legado a la Posteridad muchas composiciones poéticas. Entre ellas son las más notables «El Vértigo», «El Cantar del Romero» y «La Gatomaquia».

Antonio José Mazón Albarracín (Ajomalba).

Las Riadas. J. Rufino Gea.

«Las inundaciones en España. Los habitantes de la llanura huyendo hacia Orihuela buscando refugio». 

Del Archivo de Orihuela. Las Riadas.

El día 28 del pasado noviembre se reprodujo en  esta ciudad la piadosa ceremonia, tantas veces practicada, de conducir la Virgen de Monserrate al puente y arrojar al río el precioso ramo de nuestra excelsa Patrona para que librase la población y la huerta de la inundación que las amenazaba.

Desgraciadamente la impetuosa avenida había socavado ya las márgenes del río, y derrumbándolas al día siguiente, y saltando por encima de ellas en algunos parajes, sembró, como otras tantas veces, la desolación, la ruina y el hambre por las frondosas huertas oriolanas. Veinte días después el río Segura se desbordaba de nuevo, y no hallando ya cosechas que destruir, se desparrama por la vega aumentando las angustias y tribulaciones de los desgraciados labradores que no han tenido tiempo de guarecerse en la ciudad.

Aquella piadosa ceremonia se practicó también al ocurrir la formidable riada del día de Santa Teresa de 1879; pero el origen de arrojar al Segura el ramo de Nuestra Señora no es tan remoto como generalmente se cree. Es más: no era la Virgen de Monserrate la tutelar de Orihuela y su huerta contra esos dolorosos desastres, sino el glorioso taumaturgo San Gregorio.

Su día fue declarado festivo por el Consejo en todo el territorio de la ciudad, y tanto este día como el primer miércoles de cada mes, que le estaba igualmente consagrado, a nadie le era permitido trabajar sin incurrir en multas o en cárcel. Cuando el Segura amenazaba desbordarse, invitaba el Consejo al Obispo, al Cabildo, a las parroquias, a las comunidades religiosas y al pueblo para hacer deprecaciones al Santo, a fin de templar la ira de Dios.

San Gregorio imaginado por Montesinos. Archivo Caja Rural Central. Copia digital en el Archivo Histórico de Orihuela.

Sus favores fueron tan acreditados y frecuentes, que en 1600 le erigió la ciudad el monasterio de su nombre, lo pobló rápidamente de frailes, le otorgó pensiones y rentas y premió con un donativo de ochenta libras moneda a uno de sus legos que consiguió librar las cosechas de una terrible plaga de langosta con sólo conjurar los campos y rociarles con el agua milagrosa del pozo del convento. Las circunstancias en que la Virgen de Monserrate substituyó a San Gregorio en aquella preeminencia tutelar y bienhechora fueron harto crueles y desdichadas para todos loa oriolanos.

Dibujo de Joseph Montesinos en 1794. Archivo Caja Rural Central. Copia digital en el Archivo Histórico de Orihuela.

El año 1672 vino al mundo acompañado de lluvias tan copiosas y frecuentes, que casi todo el mes de enero transcurrió en perpetua rogativa. El día tres ya había dispuesto el Consejo que se sacara a San Gregorio en procesión al río, con la solemnidad y acompañamiento de costumbre y precedido de seis nobles caballeros con antorchas blancas; pero sucedió que las lluvias continuaron, el Segura creció, rompió los frágiles costones que aprisionaban las turbias aguas y por espacio de varios días esparció en la ciudad y en la vega la desolación y la muerte, arrasándolo todo con empuje tan extraordinario, que hasta el propio convento de San Gregorio quedó amenazando derrumbarse sobre sus cimientos.

879. Orihuela, riada de Santa Teresa. «La Ilustración española y americana», núm. 40.

Aún continuaban los horrores de esta catástrofe memorable, cuando en los primeros días de marzo empezó el río a crecer de nuevo. El hambre acosaba ya a los vecinos; el trigo del Pósito se había agotado totalmente con los donativos hechos al pueblo y a los conventos.

Los emisarios que habían sido enviados a buscarlo en otras regiones, regresaron atemorizados sin traerlo por no poder atravesar la rambla de Benferri, ya desbordada; dolorosos ayes de angustia voces clamorosas y deprecaciones y congojas infinitas, daban a la ciudad y a la huerta el fúnebre aspecto de un duelo universal inextinguible.

No pudiendo salir la procesión de San Gregorio, cuyos frailes se habían refugiado en otros monasterios, se acudió a la Virgen de Gracia y se la colocó en un altar improvisado encima del puente; mas el río siguió creciendo. Entonces el Consejo se reunió en sesión extraordinaria el 7 de marzo y tras largo debate, acordó: Que se saque en procesión y se conduzca a la Santa Iglesia Catedral la Virgen María de Monserrate, para que esté allí con la decencia y lucimiento que se requiere, se envíe toda la cera blanca que sea necesaria.

Que la Virgen sea, colocada en el altar mayor, donde está el Santísimo Sacramento de manifiesto; que se pase recado al señor obispo y cabildo para que las parroquias y conventos, por seis días, vayan a hacer deprecaciones al Santísimo y a la Virgen, y que todos los días se diga misa cantada y sermón, a las cuales asistirá la Ciudad, pagando de sus rentas lo necesario para templar la ira de Dios.

El milagro del ramo. Grabado siglo XIX.

Aquella misma tarde, al atravesar el puente la procesión, detúvose a la Virgen junto al río, y mientras el pueblo en masa coreaba a grandes voces la letanía que cantaban el obispo, los canónigos y los frailes, tuvo quizás el ilustrísimo D. José Bargés la feliz inspiración de arrojar sobre las encrespadas aguas del Segura el ramo de la Virgen, y esta señal de santa alianza entre el pueblo de Orihuela y su amada Patrona salvó por aquella vez la vega de otro desastre, quedando por ello, y desde entonces, transmitida a la Virgen de Monserrate la supremacía tutelar con que hasta el año 1672 glorificaron los oriolanos al taumaturgo San Gregorio.

Orihuela. Ceremonia del ramo de la virgen en el Puente Viejo.

Ya no volvió a invocarse al Santo en las riadas sucesivas. Su culto declinó; sus frailes desaparecieron; su amplio convento se transformó en almacenes, tabernas y sucio matadero municipal; y el río Segura, cuyos desbordamientos contuvo tantas veces (según rezan los papeles de nuestro Archivo) continuó de tiempo en tiempo, y sigue todavía, o destruyendo con sus avenidas las cosechas de la huerta, o no dejando que la fecundidad de su suelo se manifieste exuberante y remuneradora por causa de las frecuentes sequías; porque como al hacer rogativas para que llueva o para que las riadas no arrasen la vega, el provechoso rogar a Dios no va acompañado de útiles golpes de mazo, tendrá perpetuamente caracteres de actualidad la profecía que San Vicente Ferrer hizo en su visito a los oriolanos, el cual, teniendo en cuenta nuestra proverbial desidia y señalando al río y a la huerta, dicen que pronunció estas fatídicas palabras: — Este lobo se comerá a esa oveja.

Vicente Ferrer.

Pinchando sobre la imagen de Vicente Ferrer se accede a otro artículo que amplía el mismo tema. Lo escribí hace tiempo.

J. RUFINO GEA. Cronista honorario de la ciudad de Orihuela. Diciembre de 1916.

Transcripción Antonio José Mazón Albarracín. (Ajomalba)

Orihuela y Maura en la pluma de Azorín

El Obispo Maura.

José Martínez Ruiz «Azorín» para «El Diario de Barcelona». Marzo de 1918.

Retrato autógrafo de Maura.

He tenido el honor de hablar durante una hora con el Obispo Maura. Este ilustre prelado vive en una pequeña ciudad del litoral mediterráneo; allí tiene su sede.

La ciudad se levanta en una ancha y fértil vega; hay en ella naranjos, limoneros, granados, palmeras; a veces, entre las frondas de los naranjos con sus esferas de oro, y al lado de un grupo esbelto de palmeras, se destaca un ciprés centenario, recio, negro, inmóvil, con la cima afilada.

Entre estas cimas negras y agudas, entre los penachos de las palmeras, por la noche brillan radiantes las estrellas en un cielo límpido, en una atmosfera tibia, en un ambiente de reposo y silencio.

Esperando al obispo Maura. Colección Antonio Luis Galiano.

La ciudad, que tiene por marco esta huerta, es pequeña y llena de paz. No pasa nada en sus calles y en sus plazas. Hay en ella una o dos modestas fondas en que los viajantes de comercio —ellos solos, sin nadie más — discuten a tiempo de yantar, en un desierto comedor.

Las campanitas de las iglesias tocan con sus voces de cristal a todas horas. Los cafés están solitarios y casi a obscuras por la noche. En las callejuelas desiertas se ve de tarde en tarde un grupo de viejas enlutadas que van o vienen a una iglesia.

José M. Pérez Basanta.

La catedral es chiquita, con una bella reja en que un maestro antiguo lució sus primores y arte; los canónigos entran y salen silenciosos con sus ropones escarlata en una sacristía ancha y helada. Se respira una paz profunda en la ciudad. Sobre la paz, sobre el silencio, el río, un río rojo y torvo, que cruza el pueblo y pone un rumor sordo y formidable.

Colección Javier Sánchez Portas.

El Obispo Maura vive en un vetusto palacio situado de espaldas a este rio. El palacio tiene una espaciosa y majestuosa escalera de mármol rojo; en el último descanso, allá arriba, unas vidrieras de colores, con grandes blasones rojos, verdes, azules y amarillos, dejan entrar una luz suave.

Escalera del Palacio. José M. Pérez Basanta.

Hay en el palacio vastas salas con el pavimento cubierto de estos viejos ladrillos — blancos con dibujos azules— de cascarilla, sobre que pisaron las gentes del siglo XVIII, con sus casacas y sus pelucas.

Corredores llenos de penumbra llevan a archivos y salas de oficinas en que los clérigos plumean. Se ven en las paredes de un salón retratos de antiguos prelados; abrimos y cerramos puertas gruesas y bajas, puertas de cuarterones.

Juan Maura y Gelavert

El Obispo Maura está sentado en una espaciosa silla, ante una mesa. Es sencilla la estancia; las sillas y los demás muebles son modestos; es invierno y sobre el pavimento no hay alfombra ni estera; una delgada alcatifa rodea solo la mesa, que se halla colocada en medio de la sala. El Obispo está sentado en un ancho sillón. A un lado de la mesa hay un rimero de papeles y notas; a otro, ocho o diez libros nuevos, recientes.

El prelado tiene los ojos vivos, escrutadores, de mirada elocuente, de hombre de estudio y de energía. Lleva un pañuelo blanco, de seda, al cuello; la nota nítida, alba, destaca y forma bella armonía con el negro de la sotana; y sobre la sotana, a lo largo del cuerpo, lucen también sobre la negrura unos anchos botones rojos. La frente del prelado es ancha, inteligente. Sobre la cabeza está el solideo morado con una borlita verde.

Palacio Episcopal de Orihuela.

El Obispo Maura lee y estudia de continuo en su biblioteca. Sus lecturas son, principalmente, de libros modernos. Es un filósofo; sus pastorales representan un profundo conocimiento de todo el moderno trabajo filosófico y sociólogo, Taine, Fouillée, Tardé, Spencer, Guyau, Renouvier, Nietzsche, Schopenhauer, son familiares al prelado.

Para combatir al enemigo es necesario conocer bien sus armas; el Obispo Maura conoce perfectamente los filósofos, sociólogos y publicistas de quienes habla.

Su entendimiento es sutil, delicado; hay en él esa experiencia de las cosas y de las ideas que sólo se encuentran, no en los hombres que han leído mucho y estudiado mucho, sino en aquellos que han sabido leer y que han llegado a alcanzar ese grado de cultura exquisita, suprema, que permite ver lo que hay de permanente y válido en la obra del entendimiento humano y lo que hay — a pesar de las apologías y de los entusiasmos — de deleznable y fugaz.

Así el insigne prelado tiene una sonrisa indulgente e irónica para todas estas novedades y fantasías filosóficas de ahora: pracmatismo, amoralismo,  superhombría netzchana, etc.

Él sabe que todo en las especulaciones humanas se repite; que solo hay una verdad fundamental inconmovible; que los filósofos y sofistas helenos imaginaron ya todo lo imaginable; y que en definitiva ateniéndonos a los tiempos modernos, todo lo que se ha hecho y se está haciendo desde Kant a la fecha, son cosas ya sabidas a las que se intentan colocar otros nombres. Hombres de esta modalidad intelectual son rarísimos.

Hallareis espíritus llenos, atiborrados de cultura libresca al tanto de toda novedad, al corriente de cuanto se dice y escribe; pero, ¿cuantos hallareis que hayan llegado a este grado supremo de saber el libro que no es preciso leer, y de conocer y saber apreciar en el leído lo que es novedad solo en el nombre — a pesar de los elogios de la opinión — y lo que es matiz realmente original y profundo, muchas veces, casi siempre desconocidos e ignorado por esa misma opinión?

Entierro del Obispo Maura. En los Hostales. Colección Javier Sánchez Portas.

El Obispo Maura pertenece al escaso número de estos hombres; él vive modestamente en su viejo palacio; le rodean los libros; no tiene ambiciones; lee a los filósofos a ratos, y a ratos pasea por las anchas salas y estancias. El Obispo Maura es primo hermano del insigne estadista que preside los consejos de la Corona.

José Martínez Ruiz «Azorín»

Transcripción de Antonio José Mazón Albarracín. (Ajomalba)

Bosquejo novela histórica.

Fraile franciscano. Rembrandt Van Rijn. Siglo XVII.

Oriola, en el año del Señor de 1600.

Todavía no había amanecido y fray Raymundo llevaba caminando ya casi dos horas. Muy cerca de su destino, apretó el paso intentando ignorar los calambres que sacudían su zona lumbar mientras maldecía la decisión tomada de hacer el trayecto a pie. No había tiempo para descansar y le atormentaba pensar en la vuelta.

La oscuridad difuminaba un paisaje de huertos y palmeras cuando atravesó lentamente la Puerta de Callosa. Había llegado a Oriola y una vez más quedó impresionado por el magnífico edificio situado en la entrada; la enorme mole de piedra que albergaba el Colegio de los Predicadores.

Aunque la empresa dominica se había iniciado en 1520 con una modesta iglesia y un paupérrimo convento, la fecunda herencia de Fernando de Loazes había propiciado una faraónica obra cuyo proceso constructivo perduraba en el tiempo.

Con la luz del amanecer, el espesor de sus muros macizos le transmitió la sensación de solidez propia de una fortaleza. Se fijó de nuevo en la iglesia que acogía los huesos del Patriarca de Antioquía, depositados provisionalmente en su capilla mayor hasta que fabricasen el digno sepulcro de mármol que había encargado en su testamento. Estaba pésimamente emplazada y el problema parecía no tener remedio.

Su fachada, recompuesta ya varias veces, mostraba unos artefactos de madera a modo de norias que utilizaban para elevar las piedras talladas. El fraile se entretuvo unos minutos inspeccionándolo todo como en él era costumbre. También curioseó el contenido de una carreta cargada de pedruscos, recién llegada de Abanilla. Su conductor roncaba envuelto en una manta con el sombrero calado hasta los ojos.

La calle que partía del Colegio era la nueva arteria del arrabal. Discurría entre el portal de Callosa y la que llamaban Porta Nova. Siguiendo su trazado, marcado por una acequia, se estaban edificando nuevas viviendas.

Al llegar a la Carretería optó por utilizar el antiguo acceso, situado al pie de una torre ruinosa emplazada en la sierra, en el inicio del Ravalete y el camino de Crevillente. La zona estaba desierta a esas horas. Andando con paso firme enlazó con la calle de la Feria, arteria principal de la ciudad que acogía la nueva puerta de la catedral. Y tras atravesar todo el casco, alcanzó el barrio más pobre y descuidado: el Arrabal Roig.

En la misma Puerta de Murcia, junto a la ermita de Montserrat, encontró la casa que le habían indicado. Golpeó la puerta con los nudillos y acercó el oído. No obtuvo respuesta. Tras dos intentos fracasados y movido como por un resorte, comenzó a dar zancadas arriba y abajo hasta que al fin abrió un hombre de mediana edad con los ojos llenos de legañas, el camisón desabrochado y una humeante lámpara de aceite en la mano.

— ¿Quién va?

—Con Dios, hermano. ¿Sois por ventura el que llaman Palput?

—Así es. Pero mi nombre es Roque, Roque Mula. Disculpe la espera padre. Cada vez me cuesta más mover este viejo cuerpo. No está lejos el día en que ya no pueda ni doblar el lomo. Primero se fue mi esposa; ahora se lleva al chico… Ya me dirá usted cómo voy a valerme solo en este mundo, a mi edad.

—No se queje, por Dios. Bien que le pago el perjuicio. —Dijo mientras le entregaba una bolsa de cuero. —No perdamos más tiempo. ¿Dónde está el muchacho?

—Tranquilícese, padre. Aquí lo tiene.

Raymundo comprendió pronto la razón del apodo. El tipo y su vivienda emitían un agrio tufo que le llegó a producir náuseas. El Palput nunca había sido un modelo de limpieza. Pero desde la muerte de su esposa había progresado en su dejadez física y moral. Hacía tiempo que no trabajaba. Y el poco dinero que el niño obtenía pidiendo limosna, acababa indefectiblemente en los bolsillos del mesonero.

De la oscuridad emergió una cabeza menuda y despeinada. En la penumbra reinante, el fraile no acertaba a distinguir sus rasgos.

— ¿Cuál es tu nombre, muchacho?

—Bermejo me llaman, señor.

— ¿No tienes nombre cristiano?

El muchacho se limitó a encoger los hombros; y avergonzado miró al suelo. Pasaron algunos segundos que se le antojaron eternos. El fraile seguía examinándolo sin decir palabra. Tomando la lámpara la acercó a su cabeza y palpándole el pelo, sonrió satisfecho. —No hay duda; eres el que busco. Quítate esos harapos, ponte esta ropa y sígueme. Alabado sea el Señor, que me ha permitido encontrarte.

Esperó impaciente a que el muchacho se vistiese mientras Roque verificaba el contenido de la bolsa con una asquerosa sonrisa de codicia. Raymundo pensó que estaba traduciendo el dinero en litros de vino.

El sol acababa de salir cuando regresaron al casco. La plaza de la Fruta comenzaba a desprender olores a pan caliente y salazones de pescado mientras se instalaban algunos vendedores que no repararon en un franciscano seguido por un muchacho pelirrojo.

Con paso frenético atravesaron la ciudad. Y ya más despacio, cruzaron el portal adosado al convento dominico y emprendieron el camino de vuelta a Callosa.

Elche.

Elche, en el año del Señor de 1584.

I

Aún no había amanecido cuando Mahmud llegó a las cercanías de Elche. En el cielo ondeaba una soberbia luna cuya luz mitigaba la negrura de los últimos instantes de la noche. Hacía frío. Llevaba demasiado tiempo cabalgando y su cuerpo comenzaba a resentirse tras el duro esfuerzo y la tensión acumulada por el miedo a ser descubierto. Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a alumbrar las copas de las palmeras, se sintió sobrecogido por el espectáculo que la naturaleza desplegaba ante su vista.

Mahmud adoraba las palmeras, siempre ligadas a la historia de su pueblo. No en vano, cuando el Profeta abandonó la Meca decidió construir su casa con troncos del “árbol de la vida”, escogiendo los dátiles como alimento favorito, como símbolo de fertilidad y prueba de la generosidad de Allah.

Se detuvo un instante para admirar el bosque de palmeras y no pudo más que sentirse orgulloso de sus antepasados. El paraje, parecido a un oasis, no era un fenómeno natural ni una agrupación fortuita. Gracias al inteligente uso del agua salobre habían conseguido diseñar un bello jardín, generando a la vez las condiciones que permitían a sus habitantes extraer el máximo rendimiento de un terreno casi desértico.

Situada en la ruta de Alicante a Oriola, Elche estaba construida en una llanura atravesada por un canal derivado del río, al que llamaban acequia mayor. A través de sus numerosas hijuelas irrigaba el palmeral y se introducía en la ciudad. El ruido de los pájaros le transportó al breve periodo en que vivió a las afueras de Granada; los días más felices de su existencia. Se veía cuidando de sus huertos, paseando jubiloso a la sombra de los emparrados de su hermoso “Karm”.

Echaba de menos las flores, las fuentes, los verticales cipreses apuntando al cielo. Todo en perfecta armonía para componer el paraíso terrenal que algún día le habría de proporcionar un retiro placentero en el fértil valle del río Darro. Ahora, no quedaba nada de todos aquellos sueños.

Mahmud espoleó suavemente a su montura y, al trote, bordeó la sólida muralla de adobe y tapial rodeada por un foso. En la penumbra pudo contar al menos media docena de torres grandes y una docena de torretas más pequeñas. Eso sin tener en cuenta las de la barbacana. Para dar mayor consistencia al conjunto defensivo, cada veinticinco o treinta palmos la habían reforzado con muros transversales en piedra, de cuatro palmos de espesor.

Elche había sido durante siglos tierra de límites, de peligros al acecho. Como toda la gobernación de Oriola, fue baluarte contra Aragón cuando perteneció a Castilla; y luego frontera con Murcia cuando cambiaron de corona, anexionados al reino de Valencia. Siempre frontera con el Islam; por mar y por tierra. Tan peligrosos eran los ataques corsarios en las costas como las incursiones granadinas por la garganta de Crevillente. Fruto de estas tensiones, la villa se fortificó a conciencia.

Al sur de la ciudad, extramuros, divisó las casas de la aljama, un arrabal asignado a los moriscos llamado de San Juan Bautista desde la conversión forzosa a la que fueron sometidos. Buscaba la casa de su hermana; y el único dato que tenía era su cercanía a la antigua mezquita, convertida en iglesia para “cristianos nuevos de moro”. Pasando junto a ella divisó un horno donde dos hombres cocían pan. El tahonero era un anciano de aspecto venerable al que ayudaba un adolescente flaco, desgarbado y legañoso.

—Perdonad señores —preguntó Mahmud— ¿pueden decirme cuál es la casa de Razín el Adel?

—No conozco a nadie con ese nombre— respondió el más joven utilizando un tono de voz demasiado alto y aflautado.

El anciano estudió al barbudo forastero con visible inquietud, fijando la mirada en la ostentosa daga enfundada en su vaina de cuero y pedrería que llevaba al cinto. El jinete era bastante corpulento, de estatura media, hombros vigorosos y manos finas. Tenía la tez clara, aunque visiblemente tostada por el sol. Su cabello y su barba eran bermejos y ensortijados. Su ropa, a pesar de encontrase sucia y con las mangas deshilachadas, era de buena calidad.

El viejo enjugó su rostro sudoroso con un pañuelo que extrajo del bolsillo; y en completo silencio, señaló hacia un grupo de casas con su dedo huesudo y curvado, sin quitarle la vista de encima.

—Ah, se refiere a Alonso. Sí, Alonso Aledo. Es aquella casa, la que tiene flores junto a la puerta—dijo el muchacho señalando en la misma dirección.

Mahmud rememoró la pasión de Maryam por las flores. Como las mimaba y cuidaba en su jardín del Albaicín. Descabalgó, golpeó la puerta con los nudillos y, tras una breve espera, apareció un hombre despeinado portando un camisón ajado. Sus ojos somnolientos, en un instante se abrieron por la sorpresa.

—Por la barba del profeta; eres Mahmud. No te había reconocido con ese aspecto. Maryam se va a llevar una inmensa alegría, no hay día que no piense en ti.  Se te ve cansado y sediento. ¡Maryam, ven!, ¡mira que nos ha traído Allah!—exclamó alborozado.

La mujer asomó la cabeza con inquietud. Vestía un camisón hasta los pies y llevaba el pelo suelto y despeinado. Miró durante un segundo al recién llegado, gritó sofocando el sonido con sus manos y se abalanzó sobre él.

— ¡Mahmud, mi hermano Mahmud…! ¡Bendito sea Allah!

Razín se unió al abrazo al tiempo que preguntaba con voz quebrada:

— ¿Dónde has estado todos estos años? Te hacíamos muerto, o remando en alguna galera del rey.

—Estoy vivo y entero, Razín. ¿O debo llamarte Alonso? Allah ha cuidado de mí— suspiró mientras dejaba que su hermana le cubriese el rostro de sonoros besos. Aún permanecieron largos minutos mirándose con incredulidad. Maryam no quitaba ojo al rostro de su hermano.

—No hemos sabido nada de ti en quince años—le dijo.

—Ni yo de vosotros. ¿Estáis casados?

—Sí. El mes que viene hará siete años— respondió Razín—ahora somos hermanos. Y puedes llamarme como quieras.

— ¿Qué ha sido de nuestro padre? ¿Y de Yasira? —inquirió Mahmud mirando a su hermana.

—Nuestro padre murió hace años— dijo ella con la voz rota por la emoción —Siempre esperó tu regreso. Sólo él y yo manteníamos la esperanza de que volvieses algún día.

— ¿Cómo murió?

— Es una historia muy triste—contestó Razín— fue detenido y encarcelado. Al salir de prisión, poco a poco se fue apagando como una vela mortecina. Hasta que una mañana su corazón se paró de pronto y nos dejó sin decir una palabra.

—Fue todo por mi culpa. Mi padre pagó por mis errores.

— No. Su detención no tuvo que ver nada contigo. En eso puedes estar tranquilo. Pero mejor hablamos de todo eso más tarde, cuando te hayas instalado.

—Que su alma descanse en paz—dijo Mahmud profundamente apenado— ¿Y Yasira?

Razín calló mirando al suelo con gesto serio y avergonzado.

— ¿Dónde está Yasira? —insistió Mahmud—no me digas que también ha muerto.

—No—contestó Razín haciendo una pausa— ella no. Yasira vive muy cerca de aquí, en Oriola. La vi por última vez hace meses y aparentemente estaba bien.

—No te entiendo— comentó Mahmud con expresión asustada.

—Como te ha dicho, vive en Oriola y se encuentra bien—dijo su hermana intentando tranquilizarle. Y sosteniendo fuertemente su mano le susurró al oído:

—Hermano mío: es una bendición tu vuelta.

Dicho esto le cogió las manos y poniendo la cabeza en su pecho añadió:

— Yasira se casó hace tiempo. Lo siento.

Mahmud se apartó de ella y al mirarla no pudo evitar pensar que con la edad se había convertido en la viva imagen de su madre. El recuerdo provocó un estremecimiento de emoción que le dejó mudo y una lágrima rodó por su mejilla. Como por contagio Maryam mudó el rostro y comenzó a llorar a lágrima viva.

—Tu hermana dice la verdad—interrumpió Razín— se casó con un comerciante de la vecina Oriola que trabajaba con tu padre. No te consolará, pero por lo que sabemos, vive relativamente bien. Su marido la trata con respeto y no le falta de nada.

—Necesito verla. He viajado muchos días para venir a buscarla, para llevarla conmigo. Y si os parece, a vosotros también

—Y…. ¿a dónde nos piensas llevar? —preguntó Razín con un mal disimulado gesto de escepticismo.

—A Marsella, allí tengo amigos, casa y negocios.

—No sé si sabes que tenemos prohibido embarcar bajo pena de muerte. Mucho menos intentar abandonar el país. Tras el levantamiento de las Alpujarras nos podemos ni acercarnos a la costa.

Mahmud parecía no escuchar. En su mente solo aparecía la imagen de Yasira en manos de un extraño. Saltando como un resorte agarró a su cuñado por las ropas y le espetó en el rostro:

— ¿Y dónde puedo encontrar a ese comerciante? Necesito verla, pedirle perdón.

—Ya te lo he dicho; viven en Oriola—contestó recomponiéndose la vestimenta mientras intentaba zafarse— muy cerca de donde vivía tu padre. Recuerdo que la casa estaba a pocos pasos de una puerta muy antigua, con inscripciones en árabe. Y que al otro lado estaba la carretería. Si lo deseas te ayudaré a buscarla, te lo prometo. Pero ahora debes descansar—cortó Razín— hoy es día de alegría y celebración. Vamos Maryam, tu hermano necesita asearse y comer algo.

 —Tiene razón. Luego hablaremos de todo—sentenció Maryam mientras abandonaba la estancia.

—He dejado el caballo en la puerta, cansado y hambriento. Y mis cosas están en las alforjas.

Salieron a la puerta, desensillaron la montura y la metieron en un establo junto a un par de bueyes de labor. Razín le trajo una alpaca de forraje y, mientras llenaba un cubo de agua, preguntó.

— ¿Dónde has estado todo este tiempo?

—En Marsella. Al principio ayudando a los que como yo decidieron abandonar la península antes de que los cristianos les expoliasen y echasen a patadas de su propia tierra. Después dedicado plenamente al negocio del jabón.

— Y ¿cómo nos has encontrado?  

— Recibí una carta de mi padre. No sé cómo llegó a Marsella; pero tardó tanto en caer en mis manos….

Cuando regresaron Maryam se había puesto un sencillo vestido oscuro de algodón, un sobretodo de lino de color hueso y un delantal blanco con bordados. Llevaba el pelo recogido y cubierto con un pañuelo que caía sobre sus hombros. Sobre su pecho generoso colgaba una cadena de plata con una pequeña mano de Fátima que normalmente guardaba escondida. Mahmud se sintió orgulloso de que su hermana, tres años mayor que él,  fuese todavía una mujer atractiva a pesar de estar bastante ajada por el trabajo.

—Hermano, quiero que conozcas a tus sobrinos— dijo mientras rodeaba con los brazos su cuello alzándose de puntillas—no puedo creer que estemos de nuevo juntos.

De la penumbra surgieron dos niños: un varón y una chiquilla deliciosa. Jazmín, la mayor, tenía seis años. Su hermano, de cinco, se llamaba Nayib. 

—Éste es vuestro tío, mi hermano.

Mahmud se enterneció al verlos. Su sobrina sonreía mientras el pequeño señalaba con el dedo hacia la daga que llevaba al cinto. Tomó a la niña por las manos y la giró hasta levantarla del suelo. Luego la abrazó y cubrió su rostro de ruidosos besos.

El niño, escondido entre las faldas de su madre, lo miraba entre curioso y asustado. Pero tan pronto alargó los brazos hacia él quedó paralizado y tembloroso, agarrado a la pierna. Cuando pudo zafarse del abrazo de su hijo, quien salió corriendo, Maryam dejó la habitación para volver con un jarro de agua fresca, unos pastelillos especiados con miel y un cuenco con frutos secos.

Ayudado por Mahmud, Razín colocó una tina de cobre muy cerca de la chimenea, donde Maryam había puesto a calentar una enorme olla con agua. Su cuñado se retiró y le dejó desvestirse junto al fuego, dejando la ropa sucia amontonada en el suelo. Una vez llena la bañera se sentó en cuclillas e intento introducir el cuerpo. A causa de su corpulencia tuvo que encogerse mucho y sufrió un calambre en el muslo. Pero la agradable temperatura del agua le produjo una relajante sensación de bienestar.

Maryam recogió sus ropas y dejó prendas limpias cuidadosamente dobladas sobre el arca en la que guardaba las prendas de su marido. Luego se sentó junto a la bañera y le frotó el cuerpo con un áspero trozo de estopa. Acto seguido comenzó a lavarle el pelo, lenta y suavemente, como cuando ella tenía doce años y él era solo un crío. Mahmud se dejó hacer hasta que el agua quedó fría. Su hermana secó su cuerpo frotándolo con energía. Lo perfumó con agua de azahar y se marchó a preparar la comida. Mahmud se vistió con las prendas que le había dejado: una túnica de seda blanca, un chaleco de seda con bordados y unas confortables babuchas.  

Con ayuda de su cuñado vaciaron y retiraron la bañera. Extendieron una alfombra y se sentaron en mullidos cojines. El pequeño Nayib se acomodó acurrucado junto a su padre. Maryam y su hija regresaron con un caldero humeante, un guiso compuesto con muslos de pollo especiados, habas frescas, hierbabuena y perejil. Era una ocasión especial por lo que ambas se sentaron para comer junto a los hombres.

—Hermano, haznos el honor de bendecir la comida—dijo Razín.

Mahmud cerró los ojos, levantando la barbilla y los brazos. Y recitó sin mucha convicción.

—Allah ha derramado el agua en abundancia, hendido la tierra y hecho crecer en ella el grano,  las vides,  los olivos y las palmeras. También los  pastos que engordan vuestros rebaños. Él es quien nos alimenta y por eso le damos gracias.

Terminada la oración, el invitado fue el primero en ser servido. Estaba hambriento y no esperó a que el guiso se enfriase.

—Qué placer saborear nuestra comida. Estoy harto de ollas saturadas de ajo para ocultar el sabor de la carne podrida. Y de la manteca y del tocino. No sé por qué los cristianos no usan aceite para cocinar.

—Dicen que el aceite es cosa de moros y judíos. En estos tiempos es motivo suficiente para ser rechazado en la cocina de un cristiano viejo. El aceite se lo dan a los muertos—sentenció Razín con la boca medio llena.

Acabada la comida, Maryam dispuso una bandeja con dulces fritos rebozados en miel y ajonjolí. Una vez dieron cuenta de ellos salieron al exterior. La estrechez de la casa se compensaba con un pequeño patio lleno de plantas aromáticas y una terraza en la azotea, donde secaban las uvas y mantenían un puñado de gallinas. La hermana regresó con una jarra y dos cuencos. Razín la tomó por el asa vertiendo sirope en el de Mahmud y luego en el suyo.

—Y tú ¿a qué te dedicas? ¿Sigues con la medicina? Mi padre decía que eras un gran aprendiz.

—Tu padre, Allah lo tenga en gloria, fue detenido precisamente por practicar la medicina— espetó Razín con gesto desconsolado.

— Entonces ¿no puedes atender a los enfermos?

—En el arrabal sólo una docena de vecinos desempeñan oficios. El resto sobrevivimos de la tierra y el ganado. Es lo que nos queda.

—Mi padre, ¿vivía aquí?

—No, en Oriola. Es una ciudad muy rica y necesitada de trabajadores cualificados. Pero tras intentar encerrarnos en aljamas, insultarnos y perseguirnos, apenas quedan cuarenta familias de origen musulmán. Gente acaudalada y medio convertida a la fe de los infieles. Y aún es peor en Callosa o Guardamar. Allí no nos aceptan. Estamos arrinconados; presos en las que fueron las tierras de nuestros antepasados. Nuestros hijos tienen que usar un nombre cristiano, asistir a charlas de curas, a misas y ceremonias donde somos humillados. La cultura de nuestros padres se ha declarado maldita y a nuestros jóvenes se les prohíbe hablar el idioma y cumplir los preceptos.

—Más o menos, como antes de marcharme—sentenció Mahmud.

—No, ahora es mucho peor. Desde la revuelta de las Alpujarras la presión es insoportable.

Maryam, que había terminado de fregar los cacharros y de preparar la cama de su hermano, interrumpió la conversación.

—Ya está bien por hoy, Razín. Déjame un rato a solas con mi hermano. Esta muy cansado. Mañana podréis continuar con la charla.

A Mahmud no le pareció bien aquella interrupción. Quería saberlo todo sobre la muerte de su padre. A pesar de su excitación, intentó mostrarse afable y cariñoso con su hermana; sumiso, se sometió al interrogatorio.
Maryam se interesó por detalles cotidianos de su vida en Marsella. Preguntó y preguntó hasta que se hizo tarde y el tiempo refrescó mucho.

Cuando por fin llegó al catre, se tumbó a oscuras, sin descalzarse, estaba agotado. Tras él entró Maryam y, a tientas, encendió un candil que dejó junto a la cabecera. Le quitó los zapatos, lo cubrió con una manta y se sentó en el arcón que completaba el mobiliario de la habitación. A la luz del candil se quedó mirando como dormía. Luego se incorporó, e inclinándose sobre él, estiró la manta sobre su cuerpo, le besó en la frente y susurró al oído:

— Buenas noches Mahmud, hermano mío. Por fin estás en casa, con tu familia.

II

Mahmud se despertó muy tarde. Su cuerpo acusaba la larga cabalgada y le dolían todos los huesos. Al levantarse la casa estaba vacía. Encontró junto al lecho un paquete de ropa limpia perfectamente doblada.

Una vez vestido tomó un ancho cinturón que había escondido en el jergón. Con ayuda del cuchillo sacó un puñado de monedas de oro incrustadas en la doble piel y las metió en una bolsa de cuero. Afuera escuchó voces femeninas y se asomó a la ventana. Nubes negras cubrían el cielo. Un grupo de mujeres recogía con prisa los higos y las ropas puestas a secar mientras hablaban entre ellas en algarabía.

Se dirigió al patio y allí enterró la bolsa, vigilando que nadie le observase. Al terminar disimuló el escondite todo lo posible, se lavó las manos concienzudamente y salió a la calle dispuesto a dar un paseo para desentumecerse. Sabía que sería peor para su cuerpo estar inactivo. Pensaba hacia donde dirigirse cuando a lo lejos divisó a su hermana que volvía por un camino bordeado de palmeras cuyas hojas se agitaban mecidas por un viento ligero y húmedo.

—Buenos días Mahmud. Veo que no te queda mal la ropa de Razín. ¿Has descansado bien?

—Hacía meses que no dormía tan profundamente

—Parecías agotado. Tengo preparado un cántaro de leche y unos huevos frescos para el desayuno.

— Me encuentro como nuevo—mintió— pero no tengo hambre. Creo que anoche me cebaste demasiado—le dijo en tono cariñoso mientras acariciaba su rostro—mejor doy un paseo para abrir el apetito. ¿Dónde están tu esposo y los niños? 

—Dormías tan plácidamente que he dejado a mis hijos con una vecina. No quería que te molestasen enredando por la casa. Razín anda trajinando en la huerta desde el amanecer. Yo he matado y despellejado un conejo para preparar el guiso que tanto te gustaba.

—Aún lo recuerdas—dijo enternecido— no hacía falta que te molestases.

— ¿Molestia? Para mí es el mayor de los placeres. Mientras tanto te vendrá bien ese paseo. Sigue por donde me has visto llegar y cuando tropieces con una cruz de piedra toma a la derecha hasta encontrar una serrería. A partir de ahí no dejes el camino paralelo a la acequia hasta la zona de huertos. Allí encontrarás a Razín,  seguramente ya de vuelta. Es muy puntual sobre todo para comer—dijo esbozando una sonrisa— yo, mientras, voy a terminar el guiso.

Mahmud caminó hasta encontrar la cruz de término que marcaba los límites de la ciudad. Unos metros más adelante sintió el aroma de la viruta de madera y escuchó a dos hombres hablando árabe en un tono demasiado bajo para entender sus palabras. Al principio sólo divisó un cobertizo rodeado de tablones. Andando un poco más, pudo verlos manejando una enorme sierra a través de un tronco de olmo. El mayor tenía el pelo entre rubio y cano y la piel muy clara; el otro, mucho más joven y musculoso, mostraba la tez oscura y una larga cabellera negra azabache. Ambos estaban sudorosos y cubiertos de serrín hasta las cejas.

Se fijaron en él por un momento. Mahmud continuó hasta llegar al camino delimitado por la acequias y salpicado de chumberas, donde las palmeras desaparecían. A izquierda y derecha se abrían senderos de herradura que daban acceso a pequeños huertos perfilados por toscas balizas de cañizo. No sabía por dónde seguir; pero no tuvo que esperar mucho. Por uno de esos senderos vio llegar a Razín. Andaba sonriente y entretenido, buscando las preciadas hierbas con las que preparaba sus remedios. Aunque era mayor que su cuñado, el pelo oscuro y una graciosa perilla entrecana le proporcionaban un aspecto simpático y jovial.

—Buenos días hermano. Llegó el momento de reponer fuerzas. ¿Has dormido bien?

—Estaba tan cansado y preocupado, que mi mente se resistía al sueño. No sé cuándo; pero al fin caí rendido y hace poco que he despertado. ¿Me vas a contar por fin todo lo que pasó?

—Todo a su tiempo, ten un poco de paciencia; ahora vamos a comer. Tu hermana está ilusionada preparando no sé qué guiso que te gustaba. Después hablaremos, te lo prometo.

Al pasar por la serrería la pareja de carpinteros estaba apilando los tablones recién seccionados. El mayor saludó a Razín levantando su diestra sobre la cabeza y aprovechó para echar un trago. El joven los miró durante dos segundos y continuó con su faena clasificadora.

—Esos son Mohamat Maymón y a su hijo Bernabé. Se ganan la vida fabricando puertas y reparando carros. Buena gente muy trabajadora.

—No parecen padre e hijo— dijo Mahmut— se diría que son de razas diferentes.

—Bernabé es fruto de una violación. Mohamat, de origen bereber, se casó con su madre cuando ya estaba embarazada. Era una mujer preciosa que falleció pocos días después del parto.

—Detrás está la casa de Alí Garrab, el que tiene arrendado el molino de los frailes. Esos son sus hijos Karím y Hasán. Más allá vive Amed, un estupendo alpargatero. Enfrente Ibrahim,  sastre y padre de dos hijas,  una casada con Amed y la otra soltera de muy buen ver — dijo esto último con un gesto pícaro, guiñando un ojo.

— Como comprobarás pronto, aquí nos conocemos todos.

En pocos minutos llegaron a casa; y al entrar todo era penumbra. La estancia principal estaba iluminada por una estrecha rendija de luz que tímidamente penetraba por un postigo entornado. En el patio, un haz de leña menuda crepitaba en el fuego y apoyada en un trípode de hierro se podía ver una gran cazuela de barro donde terminaba de guisarse el conejo.

—Veo que le has encontrado por el camino—dijo Maryam—te dije que para comer era puntual. ¡Vamos, lavaos pronto que está todo dispuesto!

Una vez apartada del fuego y colocada sobre una gran piedra, se sentaron alrededor y tras improvisar una oración parecida a la del día anterior comenzaron a comer los pedazos de conejo con los dedos, directamente de la cazuela. Estaban cocinados con aceite, menta y azafrán. Masticó un trozo de aquella deliciosa carne y sonrió a su hermana.

—El conejo está tan tierno y sabroso como recordaba. Muchas gracias.

Apuró el guiso con pequeños trozos de pan sumergidos en la salsa especiada. Maryam disfrutaba viéndolo rebañar el plato.  Al terminar salieron al patio y se plantó frente a Razín acorralándolo contra una pared.

—Ya puedes empezar. No quiero más excusas.

— ¿Qué quieres saber? —preguntó Razín.

—Todo. Necesito que me cuentes todo lo que pasó desde que me marché. Y cuando digo todo, quiero decir todo.

—No pretendo ocultarte nada. Cuando desapareciste asaltaron tu casa y la registraron a fondo. Te acusaron de conspiración y alzamiento de bienes. Al pasar el tiempo y no dar contigo comenzaron a presionar a tu padre.

—No tuve elección—interrumpió Mahmud. Sus palabras tenían un doloroso tono de culpabilidad. Razín denegó con la cabeza esbozando una fingida sonrisa.

—Hermano, no te tortures. Tu padre era un hombre influyente y astuto. Supo esquivarlos. No te sientas culpable. Se habría marchado de todas formas. Poco antes de la rebelión corrieron falsos rumores de un supuesto complot en el Albaicín. Un bulo sin fundamento inventado por los cristianos con el objeto de entrar a saco en nuestras casas. Aquel día asesinaron a una docena de vecinos, entre ellos al padre de Yasira. Esa fue la gota que colmó el vaso y terminó de convencer a tu padre. Y fue justo a tiempo. Una vez iniciado el alzamiento, el Albaicín recibió todo el odio acumulado por los cristianos contra nuestra religión.

— ¿Me estás diciendo que mi padre huyó abandonándolo todo?

—Digamos que se trasladó por precaución. Si permanecer en el Albaicín era peligroso para cualquier nuevo cristiano, mucho más para tu padre. Con tus antecedentes y su fama de alfaquí era cuestión de tiempo que fuesen a por él. Decidió abandonar Granada y acertó. Pocas semanas después, pusieron el arrabal patas arriba en busca de armas y sublevados, deteniendo a cuantos les parecían sospechosos. Con o sin fundamento. La mayoría murieron asesinados en la cárcel de la Chancillería a manos de presos cristianos. Los propios carceleros les entregaron armas con el pretexto de que los moriscos se habían amotinado.

Fue una carnicería. La Junta de Guerra de Granada decidió el desalojo del Albaicín y la deportación de toda su población. Era tal el odio hacia nosotros que el propio hermano bastardo del rey tuvo que proteger a nuestro pueblo recogiéndolo en las parroquias vigiladas con guardias a las puertas para evitar linchamientos. Aquel horrible verano, nuestro pueblo salió de Granada escoltado por el ejército invasor y fue diseminado por Castilla.

Mahmud acariciaba su barba a contrapelo mientras negaba, una y otra vez, de manera mecánica, con los ojos cerrados.

—Nosotros optamos por el reino de Valencia.

—Y ¿cómo llegasteis a Oriola?

—Fue sugerencia de Yusuf, un amigo de tu padre que llevaba años allí. En sus cartas hablaba de huertos fértiles con un hermoso y violento río. De las muchas palmeras con las que contaba la zona. De una vega con tierras generosas que buscaban brazos para cultivarlas. También habló de un consejo municipal, aquí le dicen Consell, que suspiraba por acoger familias granadinas con experiencia en la seda. Con el aval de Yusuf y el historial comercial de tu padre el traslado fue muy sencillo.

A mí me dio a elegir; y sin dudarlo decidí seguirle. Al principio nos recibieron con los brazos abiertos. Llegamos casi como invitados. Pero sabes que tu padre era muy precavido. Como medida de seguridad pensó que debíamos registrarnos por separado, como dos familias sin relación aparente. Así pues nos instalamos tu hermana y yo por un lado; Yasira y él por otro. La hizo pasar por su hija.

Durante mucho tiempo todo fue bien. El negocio de la seda marchó viento en popa hasta que un maldito cura visitó su casa haciendo preguntas. No le dio importancia, pero estaban formando una lista de posibles alfaquíes y tu padre acabó en ella como sospechoso. Inmediatamente, aconsejado por su amigo Yusuf, compró tierras aquí, en Elche, donde los nuestros pasaban más desapercibidos. Pero en vez de marcharse, nos mandó primero a tu hermana y a mí. Creo que fue entonces cuando te envió esa carta.

—La recibí mucho tiempo después. Pero gracias a ella os encontré. — Interrumpió Mahmud.

—Luego descubrí que había escriturado las tierras a mi nombre y que nunca pensó en venir. A partir de ahí poco más puedo contarte. Desde aquí supe que fue detenido por la Inquisición; y que se lo llevaron a Murcia, donde lo torturaron y pasó algún tiempo en la cárcel. En cuanto a Yasira, se casó con un cristiano que trabajaba para tu padre.

— ¿Y murió en la cárcel? — preguntó con el rostro desencajado.

Regresó enajenado y roto. Su casa había sido confiscada y se instaló con Yasira y su marido. Lo visitamos sólo una vez. Comprende que era muy peligroso; tu hermana estaba embarazada.  Pocas semanas después nos enteramos de que había muerto y no sabemos ni donde está enterrado. Seguro que Yusuf podrá contarte algo más.

— Ese tal Yusuf ¿vive también en Elche?

— Sí. Se refugió aquí, como nosotros. También estaba señalado en la maldita lista y fue más prudente que tu padre. Si te parece, mañana iremos a visitarle. Seguro que podrá darte más detalles. Pero no sigamos hablando de esto delante de tu hermana. Ha pasado tiempo y lo disimula; pero sé que aún no lo ha superado.

Mahmud miró de reojo a Maryam que se acercó canturreando mientras colocaba su destrozada ropa sobre el baúl doblándola con cuidado, procurando que los jirones deshilachados cuadrasen. Giró la cabeza con una falsa sonrisa que no consiguió engañarla. Durante unos segundos se esforzó en mantenerla. Ella se acercó y acariciándole el cabello musitó

— Tú no tienes la culpa —nuestro padre era un buen hombre y sabía el riesgo que corría.

Los dos hermanos se miraron a los ojos en silencio durante largos segundos. Las lágrimas comenzaron a correr por el rostro del Maryam y Mahmud luchó contra su propio llanto hasta que comprendió que era imposible contenerse. Entonces se levantó y extendió los brazos hacia su hermana que buscó refugio entre ellos y juntos lloraron y se consolaron mutuamente durante mucho rato.

La tarde de aquel día y la segunda noche se hicieron eternas. El sueño se esfumó y se revolvía en aquel lecho desconocido sin poder borrar de su mente las imágenes de los hechos relatados por su cuñado.  Sudoroso, agotado, insomne, obsesionado por los recuerdos, desplegó la carta por enésima vez.

Hijo mío. Si estás leyendo esta carta es que el altísimo ha escuchado mis plegarias. Hace unos días, sentado a la puerta de casa, sucedió otra vez. Por un momento creí verte llegar, cabalgando en la noche, como tantas otras veces cuando volvías de tus asuntos. 

Tienes que volver; pero no a Granada. Ahora, los que te quieren están en Elche, en una villa al sur del Reino de Valencia. Búscalos cerca de la antigua mezquita del arrabal.  Yo espero volver a verte. Pero si eso no ocurre, nunca olvides que la felicidad y la verdadera fortuna están en la oración y en los libros.

III

Con la primera luz del día Mahmud salió a la calle y notó que el tiempo había cambiado. Sin nubes, la claridad del amanecer se filtraba entre las copas de las palmeras en un atractivo juego de luces y sombras. Estaba tan ansioso por reunirse con el amigo de su padre que no había pegado ojo en toda la noche. En la puerta encontró a Razín provisto de una azada y un pequeño atado que dejaba ver una hogaza de pan.

— Buen día Mahmud. Sé que estás impaciente.

— Más de lo que imaginas ¿Cuándo podremos ver a Yusuf?

— Tranquilo. Anoche le mandé recado y nos espera esta misma tarde. Yo tengo cosas que hacer en el huerto; puedes esperar aquí, con tu hermana, o acompañarme y distraerte un poco.

— Vale, voy contigo y seguimos hablando.

— Entonces será mejor que coja más provisiones.

Entró de nuevo a casa y llamó a Maryam. Al cabo de unos minutos salió con una gran cesta.

—Toma, tu hermana la ha llenado bien. Llévala tú.

Más allá del camino que ya conocía, tomaron un sendero arenoso por el que caminaron unos minutos hasta una senda aún más angosta que acababa en un huerto rodeado de moreras. Una especie de noria, enmohecida por el tiempo y la humedad, impulsaba un pequeño hilo de agua que llegaba hasta un lateral del huerto donde asomaban brotes verdes de diversas hortalizas. Razín abrió una especie de compuerta y el olor a tierra mojada invadió su pituitaria.

Sentado en un viejo tronco contempló como dirigía la pequeña corriente con certeros movimientos de tierra. Esperaba un rato y, cuando el surco trazado se oscurecía totalmente por la humedad, abría un nuevo canal. Mientras, tapaba o aireaba plantaciones, quitaba piedras, arrancaba malas hierbas…

Mahmud, harto de permanecer inactivo, tomó la azada y trató de dirigir el riego imitando a su cuñado. Al principio se le escapaba el agua; pero poco a poco le fue tomando la medida.  Pronto las manos se le llenaron de ampollas, pero no dijo nada. Cuando la humedad había cubierto toda la parcela, se sentaron en un rincón oscurecido por la sombra de las moreras. Las manos le ardían hasta sentir calambres en los dedos.

El trozo de una vieja piedra de molino hacía el papel de mesa con varias rocas alrededor. Dentro del cesto, perfectamente envueltos en tela de algodón, encontró pan, un buen trozo de queso de oveja, aceitunas y un puñado de dátiles.

Razín se fijó en sus manos —esto no es para ti, tienes la piel demasiado delicada—ironizó rompiendo en una carcajada. Y tomándolo por las muñecas añadió—déjame ayudarte. Te prepararé un refrescante emplasto de hierbas.

—No se como puedes soportar esta vida de campesino—suspiró mientras se dejaba curar—eras un cirujano con mucho talento; mi padre te enseñó bien.

—Y lo soy— interrumpió— el mejor boticario y aprendiz de físico de la zona. Pero ya ves, a la fuerza ahorcan. Mis conocimientos de medicina y plantas son tachados de brujería entre los cristianos. En secreto sigo preparando algunas infusiones y ungüentos para mi familia; también se los vendo a algunos vecinos de confianza, con mucho cuidado. La ley lo prohíbe; y desde que pasó lo de tu padre —añadió bajando los ojos— prometí a Maryam no correr riesgos innecesarios.

—Pero al menos retajarás a los hijos de esos vecinos. 

—No puedo. Es demasiado peligroso para mí y para ellos. Antes se circundaba al séptimo día del nacimiento. Pero por miedo, la ceremonia se fue retrasando. Hoy sencillamente no se hace. Es estúpido marcar a tus hijos de por vida ante los cristianos. Se ha convertido en una cuestión de supervivencia.

—De haberme quedado, no sé si hubiese aguantado la presión tanto tiempo. Cualquier día se desharán de vosotros; bueno, de nosotros.

—En eso puedes estar tranquilo. Es cierto que nos desprecian; pero no pueden permitirse el lujo de perder a sus dóciles y experimentados trabajadores del campo y la seda; sería su ruina.  Mira hermano, este es mi pequeño trozo de tierra. Con lo que saco de ella mantengo bien a tu hermana y a mis hijos. Es todo lo que tengo y me basta. He visto ya dos veces la punta del cuchillo en mi cuello. No quiero provocar una tercera.  

— Háblame de Yusuf

— ¿Qué quieres saber?  Siempre fue un próspero y apreciado mercader de la seda. Pero su precipitada marcha de Oriola lo dejó en apurada situación económica. Sólo pudo cobrar un tercio de la mercancía entregada; nada más. Muchos clientes se negaron a pagar intuyendo que el curso de los acontecimientos podría ahorrarles mucho dinero. Su situación era muy delicada. Con ayuda de la comunidad pudo salvar algunas propiedades, cobró unos préstamos y se instaló aquí, en Elche.

Mahmud calló esperando que Razín continuase hablando. Pero terminado el almuerzo se recostó contra el viejo tronco de la morera con los ojos entornados y pronto comenzó a roncar. Contrariado se sentó junto a un árbol cercano y, a pesar de su estado de impaciencia, no pudo evitar una especie de modorra agradable. Al abrir los ojos vio a Razín de pie junto a él.

—Es media tarde —anunció— buen momento para visitar al viejo Yusuf.

Enterró la azada debajo de las piedras. Metió unas cebollas en la cesta y emprendieron la caminata de regreso.

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Siguiendo el camino que bordeaba la acequia torcieron por un estrecho sendero que les condujo a una casa rodeada de palmeras y árboles frutales. Formaba parte del grupo de viviendas que habían crecido en torno a la mezquita del Raval.

Situado al sur del muro, a tiro de arcabuz, el Raval de San Juan era lo que quedaba de la morería formada con los musulmanes expulsados del recinto amurallado tras la conquista cristiana. Bautizados por la fuerza, los llamaban cristianos nuevos de moro o sencillamente moriscos. Destruida la mezquita, en el solar llevaban más de medio siglo construyendo la iglesia dedicada a San Juan Bautista que le daba nombre al barrio.

Yusuf Sulayman Al Fakih, Diego Solimán de nombre cristiano, vivía en un antiguo edificio con paredes de adobe, bajo y alargado. En realidad había adaptado un caserón en ruinas que compró barato a una familia a la que se le desplomó el tejado. Despojado de la planta superior, disponía de una enorme terraza dedicada al secado. 

En la plata baja, estrechas ventanas impedían la entrada del sol dándole el aspecto de una fortaleza. Pero las ramas que surgían del centro delataban la presencia de un patio interior, un espacio a la sombra de una gruesa morera que parecía un claustro dentro de un convento.

—Estamos aquí — pronunció Razín golpeando la añeja madera con los nudillos.

Pasados unos segundos, una cabeza menuda con larga melena plata asomó por el quicio de la puerta. Yusuf era un anciano de aspecto venerable con ojos claros, tez oscura y sonrisa cordial. Un rostro agradable que sólo delataba el cansancio de la edad.

—Amigo Razín ¿qué te trae por mi humilde morada? —indagó el anciano al reconocer a su vecino. En cuanto cruzaron el umbral, sus brazos se entrelazaron en un afectuoso saludo.

—Os presento al hermano de mi esposa.

—Me llamo Mahmud

El viejo alfaquí le miró con una leve sonrisa en los labios y asintió con un gesto que transmitía serenidad y confianza.

—Vuestros rasgos se asemejan a los de un sabio anciano a quien conocí hace años, un hombre extremadamente hábil en el arte de la seda y sublime en el de la medicina.

Mahmud esbozó una sonrisa — Ese era mi padre, Abdel Umeya.

— Tu padre era un hombre extraordinario, un mercader dotado de gran talento. Tuve suerte de trabajar con él. —Mientras decía esto puso la mano en su pecho y asintió varias veces con la cabeza—El arte de la seda agoniza en manos de los cristianos. Ahora es sólo un negocio de especuladores codiciosos que no saben distinguir un paño corriente de una verdadera tela de seda.

Mahmud se percató en ese momento de la presencia de una mujer que, con expresión curiosa, le observaba desde la cocina. La miró a los ojos. Al sentirse descubierta, se puso en pie de un salto secando sus manos en una especie de delantal.

—Pasad, sentémonos— dijo el anciano.

Pasaron a una estancia tapizada con coloridas alfombras y provista de mullidos  almohadones. En el centro humeaba un sencillo pebetero de arcilla que cargaba el ambiente con efluvios de canela. Ambos se acomodaron y, tras un corto silencio, el anfitrión preguntó mirando a Mahmud:

— Me han dicho que me buscas ¿en qué te puede ayudar este humilde anciano?

— Necesito saber qué le pasó a mi padre. Todo cuanto podáis contarme me interesa.

Durante unos segundos el rostro de Yusuf se volvió hermético estrujando una especie de pañuelo que llevaba entre las manos mientras sus ojos miraban al techo. En ese momento la vio de nuevo.  La muchacha salió tras una cortina y, fijando la mirada en Mahmud, sus labios esbozaron una sonrisa cómplice. Mientras les servía la pudo contemplar detenidamente y le pareció muy joven; de cuerpo firme y busto proporcionado.

—Razín  ¿conoces a mi nieta? —preguntó Yusuf.

Razín se limitó a negar con la cabeza.

—Se llama Imán. Para los cristianos, Lucía.

Mahmud no podía apartar la mirada de aquella criatura que portaba una bandeja de dátiles y unas bebidas. Dejó las viandas y se despidió esbozando una sonrisa. Tras unos pesados segundos de silencio el anciano susurró a punto de romper en llanto.

—Vuestro padre llegó a Oriola por culpa mía. Yo le empujé al matadero. Allah me perdone.

—No te tortures, Yusuf. Bien que lo agradeció. Hiciste simplemente lo que te pidió— dijo Razín depositando su diestra en el hombro del anciano.

—Tu padre era muy listo—exclamó cambiando de tono— pronto descubrió que la seda en Oriola estaba en manos de unos burgueses más preocupados en aparentar riqueza y comprar cargos de prestigio que en hacer bien su trabajo. Nadie completaba el ciclo que va de la morera al tejido. Para ellos, el negocio acababa en el hilado. Y los beneficios no los reinvertían en mejorar la producción. Su dinero sólo buscaba bienes seguros: cargos, inmuebles y préstamos.

Aplicando los patrones que había seguido en Granada, en poco tiempo ganó mucho dinero con la seda y adquirió prestigio y respetabilidad. Pero nunca acabó de fiarse. La experiencia anterior le alejó de invertir en casas o tierras. A pesar de la fortuna que estaba acumulando vivía en una casa de alquiler y arrendaba cientos de tahullas de morerales para servirse de las hojas. El dinero lo reinvertía en el negocio y en algunos préstamos a agricultores musulmanes que luego le vendían la hoja. Pagaba bien y rápido.

—Pero ¿por qué no se fiaba? ¿Qué podían tener contra un comerciante honrado?

—Era un hombre valiente y generoso que nunca dejó de actuar como alfaquí. Cuando sintió de nuevo en su nuca el apestoso aliento de la Inquisición se volvió todavía más cauteloso. Pero a pesar de todo, siguió ayudando con dinero y con sus conocimientos médicos a cuantos hermanos lo necesitaban. Entre las familias granadinas, expuestas en cualquier momento a perder la hacienda, la libertad o la vida, se había creado un fuerte lazo afectivo; una conciencia de comunidad con costumbres y convicciones diferentes. El líder natural de esa comunidad era tu padre y eso le costó la vida.

El anciano se levantó con dificultad emitiendo un leve quejido y se acercó a la ventana como si necesitase aspirar una bocanada de aire.

— Nuestros hermanos se hartaron de vivir controlados y maltratados en las ciudades —continuó— y se repartieron por los señoríos de la gobernación con gran regocijo de los terratenientes; que les dejaban vivir con sus costumbres lejos de los ojos de la Inquisición. El obispo estaba desesperado porque los curas no conseguían hacer de nosotros buenos cristianos. Desde los púlpitos, los sermones encendían el odio contra lo que llamaban la secta de Mahoma; y el clima de hostilidad entre el pueblo llano fue creciendo. A las acusaciones de colaboración con los turcos se unió el estúpido convencimiento de que sin religiosos ni militares, nuestras mujeres acabarían pariendo más hijos que las de los cristianos viejos hasta dominarlos en número. El rechazo se volvió miedo y las autoridades decidieron tomar medidas. Una de ellas fue identificar y eliminar a los alfaquíes que trataban de mantener las costumbres y fundamentos de nuestra cultura.

— No puedo entender como mi padre, a su edad, y después de lo que sucedió en Granada, volvió a meterse en líos en vez de pasar desapercibido y vivir tranquilo sus últimos años.

—Mi buen amigo Abdel, que Allah lo tenga en su gloria, era muy valiente y generoso—sentenció el anciano inclinando la cabeza y poniendo su mano en el pecho — cuando se enteró que podía figurar en la lista de sospechosos que el cabildo de Oriola estaba confeccionando para el rey, destruyó sus apuntes en nuestro idioma y sus instrumentos de medicina. Aceleró la boda de Yasira y te escribió una carta que yo mismo te hice llegar a través de un comerciante que viajaba a Marsella. En el fondo sabía que era cuestión de tiempo que lo detuviesen. Pero no quiso huir otra vez. Quizá pensó que podría defenderse legalmente.  

— ¿Y nadie hizo nada por ayudarle?

— ¿Qué podíamos hacer? La detención de tu padre conmocionó a toda la comunidad. Durante días no hubo otro tema de conversación. Una mañana se presentó un alguacil con el blasón del Santo Oficio escoltado por dos arcabuceros. Abdel estaba solo y no ofreció resistencia. Maniatado, lo pasearon por la ciudad a modo de escarnio público y lo metieron en la cárcel situada frente a la iglesia más cercana a la Plaza Mayor.

 — ¿Yasira no estaba con él cuando llegaron?

— Ya te he dicho que la había puesto a salvo; desposada por mano de clérigo con un cristiano viejo de toda confianza. Un matrimonio al que aportó una más que generosa dote. Eso y lo que había  escriturado a su nombre—añadió señalando a Razín — fue todo lo que pudo salvar de su fortuna.

— Ahora comprendo todas sus precauciones para con vosotros—terció Mahmud dirigiéndose también a Razín— al final, el viejo zorro sabía lo que hacía.

— Hace mucho que no veo a tu hermana—apuntó Yusuf— pero no te preocupes. Sé que su esposo sigue trabajando y que tienen un par de criaturas.

Mahmud estuvo a punto de gritar que Yasira no era su hermana; que hablaban de su prometida; del amor de su vida. Pero optó por mantener la calma y guardar silencio; dejando seguir al anciano que, por su tenue tono de voz, parecía estar también muy afectado.

—Abdel estuvo preso por tres días en Oriola. Nadie pudo verlo hasta que ordenaron su traslado a Murcia junto a media docena de reos capturados en los pueblos y lugares cercanos. Registraron minuciosamente la casa y el almacén. Un funcionario hizo inventario de sus bienes para preparar la requisa en favor del Santo Oficio. Los amigos declaramos que nos debía dinero con la intención de mantener parte de su patrimonio. Pero esas aves carroñeras no estaban dispuestas a renunciar a un solo maravedí del botín conseguido. Hicieron caso omiso a las deudas reclamadas. Una vez en Murcia lo tuvieron preso cerca de un mes junto a delincuentes comunes hasta que fue procesado. Por supuesto que ninguno de nosotros pudo asistir al juicio. Pero cuentan que se mostró orgulloso y desafiante,  negándolo todo. Y que se burló de ellos cuando escuchó los demenciales cargos que le imputaban. Afirmó ser un honrado comerciante dedicado a sus negocios y por supuesto un buen cristiano bautizado en Granada por propia voluntad. No imaginaba que contaban con el testimonio de un vecino que juró haberlo visto practicar retajos, utilizar conjuros y preparar brebajes demoníacos para sus curas.

Dicho esto,  el anciano volvió a sentarse, bebió un trago y quedó en silencio durante unos segundos. —Lo que sigue es demasiado doloroso— afirmó.

—Hablad sin rodeos—inquirió Mahmud con la voz muy afectada—estoy preparado— Yusuf intercambió una rápida mirada con Razín y este asintió.

— Abdel volvió a prisión a la espera del auto de fe —continuó—. Tras varias semanas de aislamiento y continuas torturas se derrumbó confesando todo lo que quisieron cargarle. Al reconocer que transmitía enseñanzas islámicas fue sometido al tormento de la garrucha para que denunciase a todos sus alumnos. Pero se mantuvo firme y no delató a nadie. Luego llegó el escarnio público. Roto y derrotado, admitió estar arrepentido para conseguir una condena más leve.

Yusuf se detuvo de nuevo sobrepasado por los recuerdos. Las palabras parecían no llegar a su boca.

— Al final fue condenado a la confiscación de sus bienes. —Prosiguió cuando logró sobreponerse — Era lo que buscaban desde el principio esos malditos. Atendiendo a su edad y estado físico le perdonaron los azotes y todo quedó en un año de prisión que no llegó a cumplir por razones de salud. Lo liberaron cinco meses después, decrépito y muy enfermo.

— ¿Se supo quién le delató?

—Los testigos de la inquisición gozan de una gran ventaja. Sus nombres quedan siempre ocultos. Y para no provocar más recelos, decidimos no hacer público el detalle de la delación, el más infame de los pecados. ¿Quién fue?, no lo sabemos. De lo que no hay duda es de que la desaparición de tu padre benefició a mucha gente.

— Sobre todo a un familiar del Santo Oficio que también se dedicaba al comercio de la seda— aportó Razín—. Como ya te dije, cuando fue liberado sólo tuve oportunidad de visitarlo una vez. Y créeme que no dejó de nombrarte.

— Murió pocos días después—añadió el anciano—. Por mi parte abandoné todos mis negocios, vendí mi casa y me vine aquí, a intentar morir tranquilo, entre los míos. Es todo lo que te puedo contar.

Finalizado su relato, Yusuf apoyó los codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos de las manos y dejó caer la frente con los ojos cerrados. —Tu padre  sabía que un día regresarías —afirmó poco después— recuerdo la última vez que le vi, agonizante, en casa de Yasira. Repetía tu nombre completamente enajenado. Tu nombre y algo incomprensible sobre una oración y unos libros.

—La felicidad y la verdadera fortuna están en la oración y en los libros— pronunció Mahmud.

—Eso es. Justo eso era lo que Abdel recitaba constantemente.

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Pasaron largos minutos sin que nadie pronunciase una palabra.  Mahmud asumió que ya estaba todo dicho y era el momento de finalizar la entrevista.

— Os agradezco la hospitalidad y el tiempo que me habéis dedicado—dijo. — Me voy al menos con el orgullo de saber cómo vivió y murió mi padre.

—Para mí ha sido muy duro recordar. Llevo mucho tiempo intentando olvidarlo— contestó el anciano llevándose una mano al corazón mientras con la otra se mesaba la barba nerviosamente —. Ha sido un alivio saber que estás vivo, aunque tu padre no pueda verlo. Espero que vuelvas pronto. Aquí tendrás siempre tu casa.

—Yo también lo deseo. Despedidme de vuestra nieta—. Dicho esto se levantó y, tras una respetuosa reverencia, se dirigió hacia la puerta con una desagradable sensación de ansiedad.

 — Espera Mahmud; no tengas prisa. Yusuf tiene la respiración muy acelerada y no veo a su nieta por aquí —le dijo Razín casi al oído agarrándole por un brazo —. Debemos esperar a que regrese. Herviré un poco de agua mientras preparo una infusión que le ayudará a serenarse. Es lo menos que podemos hacer.

— Muy bien. Quédate con él. Mejor me adelanto y nos vemos en casa.

— ¿Prefieres volver solo?

— Sí, necesito dar un paseo y aclarar mis ideas.

—  Allí nos vemos entonces.

Mahmud anduvo como sonámbulo. Tantas emociones habían hecho mella en su ánimo. No sabía hacia dónde iba y tampoco le importaba. En un momento dado abandonó el camino y se aventuró por un sendero que bajaba hasta el río. Al llegar a la orilla contempló como el agua fluía lentamente. Se agachó, introdujo una mano y jugueteó con la corriente hasta que notó un fuerte hormigueo en las piernas.

La luz difusa del atardecer se reflejaba en las piedras de la muralla otorgándoles una especie de luminosidad artificial. Mientras estiraba sus músculos entumecidos, en la otra orilla pudo distinguir un convento rodeado por un huerto de palmeras. La modesta edificación que servía de iglesia estaba rematada con una espadaña a modo de campanario.

Un grupo de curiosos observaban a un tipo flaco subido en lo alto de una escalera sujeta en su base por media docena de frailes. El hombre se aferraba torpemente al último peldaño con un brazo. Con el otro intentaba encajar el armazón de madera que soportaba la campana, golpeándolo con una maza.

Ahora sí estaba verdaderamente confuso. En su cabeza bullían mil preguntas: ¿Cómo estaría Yasira después de tantos años? ¿Se casó por pura supervivencia? ¿Sería feliz con ese hombre? ¿Le recordaría alguna vez?

En el fondo ya nada tenía importancia. Mal o bien, su novia estaba casada y tenía dos hijos con ese hombre. Sentado en una roca contempló el atardecer muy cerca del puente que unía la ciudad con el camino de Oriola. El carpintero bajó del campanario y los frailes entraron en el convento. Por un segundo los imaginó alrededor de su padre, colgado indefenso de una garrucha,  y apretó los dientes.

Luego se acercó a la muralla y se detuvo frente a un portillo de madera cubierto de hierros oxidados y ennegrecido por el tiempo. Trataba de asimilar la situación. El pasado le reconcomía y se le complicaba el futuro.  Y así, absorto en sus pensamientos, anduvo sin rumbo y sin noción del tiempo. El cielo se fue oscureciendo y la penumbra acabó por cubrirlo todo. Las piedras perdieron su brillo y una brisa fresca acarició su piel mientras escuchaba el sonido de una campana al otro lado de la muralla. Pudo contar ocho toques.

Cuando todavía resonaba el eco del bronce le pareció oír unos pasos a su espalda. Se detuvo sobresaltado y se volvió muy lentamente. No vio nada. Pero pocos segundos después escuchó claramente el chasquido de unos huesos al ponerse en movimiento. Esta vez se giró rápido y pudo distinguir una sombra que se fundió con la oscuridad del muro.

No sabía si caminar más rápido adentrándose entre las palmeras, o volver sobre sus pasos y enfrentarse a la amenaza. Optó por la segunda opción pensando que, si alguien le acechaba para robarle, el escenario perfecto sería la oscuridad del palmeral.

Volvió al camino con paso cauteloso, deteniéndose cada poco para otear en la oscuridad. Apoyó la espalda contra el muro y esperó que sus ojos se acostumbrasen a la falta de luz. Sintió un sudor frío al comprobar que la sombra seguía allí, escondida en un saliente del muro a menos de veinte pasos. Casi podía distinguir sus ojos brillando en la oscuridad. Se incorporó de un brinco y anduvo muy rápido en dirección contraria, cuando de pronto escuchó a su espalda la voz de Razín.

— ¿Dónde te has metido? —le gritó — Este no es sitio para andar solo a estas horas. He vuelto a casa y, harto de esperar,  Maryam me ha enviado a buscarte.

— ¿No has visto a nadie por el camino? — Preguntó Mahmud con gesto contrariado mirando hacia todas partes.

—La verdad es que no. Esto está desierto. ¿Qué te ocurre?

—Nada, imaginaciones mías. Hubiera jurado que me seguían.

— Estás muy alterado. Aquí nadie te conoce. Anda, vamos a casa que tu hermana está muy preocupada.

Razín pasó un brazo por sus hombros en un gesto cariñoso. Sólo entonces su cuñado aflojó los dedos de la empuñadura del cuchillo que colgaba de su cinturón.

— ¿Qué clase de frailes viven ahí? —preguntó Mahmud señalando al otro lado del río.

— Son franciscanos. Es el convento de San José.

El resto del trayecto lo hicieron en silencio.  La noche anterior apenas había dormido y estaba demasiado cansado hasta para pensar. Al llegar a casa, Maryam había encendido la chimenea y les esperaba con bebidas calientes y algo de comida fría. Mahmud apenas probó bocado. Se despojó de sus ropas, se dejó caer en el jergón y,  de inmediato, cayó en un profundo sueño del que despertó a la mañana siguiente con un hambre terrible.

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IV

Mahmud completó con parsimonia sus abluciones matutinas y secó su cuerpo con un trozo de tela blanca. Mientras se vestía con desgana, Maryam retiró la ropa sucia y la jofaina con el agua usada.

—Buenos días dormilón. Después de pasar toda la tarde preocupada por ti, anoche te acostaste sin cenar y sin despedirte de tu hermana. En la cocina tienes huevos, leche de cabra recién ordeñada y una hogaza de pan caliente que he comprado al tahonero. Por cierto, me preguntó si pensabas instalarte aquí.

Maryam dispuso la leche en un cuenco y Mahmud bebió un buen trago tintando de blanco su bigote. Luego cortó unas rebanadas de pan y las untó con miel.

—Se te ve feliz —afirmó Mahmud en tono cariñoso cambiando de tema.

— Lo soy. Este es un buen sitio para empezar una nueva vida. Razín y yo hemos encontrado un hogar para nuestros hijos. Y estoy segura que tú, podrías adaptarte.

— ¿Y dedicarme a trajinar el huerto con tu marido?

— ¿Hay algo malo en trabajar la tierra? — respondió ofendida.

— Perdóname, no quería ser tan brusco. Pero no me veo con la azada— confesó mostrando sus manos llenas de ampollas reventadas.

En ese momento, unos golpes sonaron en la puerta interrumpiendo la conversación; y una silueta se recortó en el quicio. Era una mujer vestida con una saya de color claro y un manto morado que le cubría el cabello y buena parte de la cara. Al retirarlo, la sonrisa abierta le resultó de nuevo encantadora.

—Buenos días,  ¿os acordáis de mí?  Nos conocimos ayer.

— Por supuesto. Eres Imán, la nieta de Yusuf —respondió haciendo una graciosa reverencia con el cuello mientras se limpiaba el bigote con la manga.

— La paz sea contigo, Maryam—pronunció la recién llegada dedicándole un ligero saludo con la cabeza.

— Y contigo, Imán. Has crecido desde la última vez que te vi.

—Me envía mi abuelo para deciros que un amigo quiere hablar con vos.

— ¿Puedo saber quién es ese amigo?

—Mi único cometido es transmitir el mensaje — respondió con un gesto que a Mahmud se le antojó provocativo—. Y, si os place, acompañaros a casa.

Su hermana la miró de arriba abajo con gesto desconfiado.

—Por supuesto—respondió Mahmud con su sonrisa más agradable—. Solo necesito un momento. Maryam ¿Qué haces ahí parada? Ofrece una bebida a esta bella mensajera mientras me calzo y termino de vestirme.

En pocos minutos Mahmud salió de casa a paso ligero. Intrigado por la cita, caminaba absorto en sus pensamientos sin darse cuenta de que la muchacha no podía seguir su zancada. De camino saludó al tahonero, quien sujetaba las mulas mientras el muchacho cargaba sacos de harina en el carro. El anciano le deseó un buen día en tono afable.

—Seguid solo— gritó Imán a sus espaldas—. Yo no puedo alcanzar vuestro paso.

—Perdonadme. Me estoy comportado como un gañán.

—Desde luego—sentenció ella. Ayer también os marchasteis con mucha prisa.

Enfadada y a la luz del día le pareció aún más hermosa. Le gustaba su elegancia al andar, su forma de increparle, dulce y enérgica a la vez. Aflojó el paso. Pero Imán permaneció en silencio el resto del trayecto. Él estaba avergonzado, con la vista fija en el suelo para no cruzar sus miradas. Ella, divertida al descubrir que su presencia le ponía nervioso. Por fin Mahmud reconoció la casa de Yusuf y fue todo un alivio. Antes de llegar, frenó un momento y solo acertó a decir.

—Gracias por acompañarme. Os pido sinceras disculpas por mi falta de tacto.  

Imán, sumisa, mostró las palmas de sus manos, inclinó la cabeza a modo de despedida y se metió en la casa. Yusuf esperaba en el exterior acompañado por un individuo de complexión fuerte. Llevaba la cabeza cubierta con un turbante que apenas dejaba ver unas mechas de cabello gris, como el de su barba.

— La paz sea con vosotros—. Saludó—. Me habéis hecho llamar y aquí estoy.

— Y contigo Mahmud—respondió Yusuf—. Quiero que conozcas a un buen amigo. Es el síndico del Raval.

El hombre, que rondaba la cincuentena, tenía la piel de la cara muy curtida por el sol. Lo examinó en silencio con detenimiento y cierta reserva. Su mirada era dura e inquisitiva. Sin saber bien por qué, Mahmud se puso en guardia.

—Mejor entremos en casa donde podremos hablar con tranquilidad—les instó Yusuf atravesando el quicio de la puerta. Ambos le siguieron y Mahmud se sentó  en el mismo sitio que el día anterior; donde el pebetero de arcilla esparcía esta vez efluvios de yerbabuena. Imán había dejado tres jarras sobre la mesa y una fuente de uvas pasas con almendras.

John Singer Sargent
Fogg Art Museum (Cambridge, USA)

—Trae un poco de leche fresca para nuestro huésped —propuso Yusuf. Pero Mahmud negó con la cabeza.

—Acabo de desayunar.

 —Entonces, ¿os apetece un poco de agua?

—Sí, por favor. Tengo la boca seca.

Imán salió al patio y volvió con un cántaro que dejó también sobre la mesa. Mahmud estaba impaciente y bebió con rapidez.

— ¿Para qué quería verme?

—  Me llamo Karim Aben Hud, bautizado como Pere Cardona, y respondo por toda la comunidad de nuevos cristianos. Mi obligación como síndico es que nada se mueva en el arrabal sin que yo lo sepa—. Dicho esto tomó aire, y tras unos segundos continuó— En primer lugar, siento el mal rato que os hice pasar anoche. Sólo cumplía con mi obligación. Me informaron de que un tipo peculiar, armado con un ostentoso cuchillo, andaba haciendo preguntas por el arrabal. Decidí investigar y mandé que os siguieran con discreción. Vivimos tiempos difíciles.

  — Me llamo Mahmud Ben Umeya. Bautizado en Granada como Francisco Benjumea.

— Ahora ya sé quién sois. Yusuf me ha hablado muy bien de tu padre, que Allah tenga en su gloria. Solamente quiero hacer un par de preguntas: ¿Os persigue la justicia o el Santo Oficio?

— No, ya no. Me buscaron durante un tiempo en Granada, antes de la revuelta. Pero de eso hace ya varios años. Han pasado tantas cosas… No creo que nadie se acuerde de mí. ¿Cuál es la segunda? —inquirió desafiante.

— ¿Pensáis quedaros mucho tiempo en Elche?

— Para ser sincero, aún no lo sé. Todos mis proyectos se han frustrado y el futuro es bastante incierto. Vengo de muy lejos. Llegué a Elche siguiendo las instrucciones de mi padre. De momento me quedaré en casa de mi hermana hasta que consiga encontrar a una persona que vive en Oriola;  ciudad que pretendo visitar en breve. ¿Es suficiente explicación?

— Conozco mucha gente en Oriola—afirmó Karím dándose importancia— ¿puedo saber a quién buscáis?

Mahmud guardó silencio durante largos segundos. No sabía si fiarse de aquel desconocido que hacía tantas preguntas. Necesitaba ayuda y sólo contaba con su cuñado. Lo último que quería era mezclarlo en sus asuntos poniendo en peligro a su hermana. Así pues, decidió contarle la verdad.

— Busco a una mujer. La que Yusuf piensa que es mi otra hermana—dijo mirando al anciano con gesto de disculpa—. Fue otra de las ocurrencias de mi padre para protegerlas. Oficialmente ocultó el parentesco con su verdadera hija y la suplantó con la que era mi prometida; la mujer que abandoné cuando huí de España.

—  ¿Quién os perseguía? — Preguntó Karím

— Es una historia muy larga—contestó con desgana.

—No tengo prisa. Yusuf me conoce y no tengo que decir que cuanto me contéis quedará conmigo —aseguró con gesto solemne—Os escucho atento y prometo que, si está en mi mano, os ayudaré.

—Está bien ¿Por dónde empiezo? — Suspiró reclinando su espalda contra los cojines. Aspiró una bocanada de aire y comenzó su relato.

—Siguiendo las enseñanzas de mi padre comencé en el negocio de la seda y siempre supe ganarme bien la vida. Pero hace años comprendí que de nada me iba a servir el dinero en Granada. Fue tras la muerte de mi madre. Mi padre pensaba que, con su fortuna, sus contactos y los abusivos impuestos que pagaba, estábamos a salvo. Vivía en su mundo perfecto. Con sus libros, sus pócimas y sus ceremonias. Pero yo no lo tenía tan claro. Tenía solo diecisiete años y  me estaban asfixiando. Nunca he sido religioso, pero me gustaba usar mi lengua y vivir conforme a nuestras costumbres. Al final tuve claro que, pagase los impuestos que pagase, los cristianos nunca me dejarían vivir en paz.   

El síndico clavó los ojos en su rostro, con los ojos entornados, como si en vez de mirar, otease. Mahmud  bebió un sorbo de agua y después continuó.

—Comencé a barajar dos peligrosas opciones: unirme a la rebelión o salir de España. Pero antes debía independizarme. Instalarme en mi propia casa. No podía perjudicar a mi padre con mis decisiones. Eso fue poco antes de la revuelta. Muchos hermanos, especialmente los más acomodados, llegaron a la misma conclusión y planeaban fugarse a países donde se respetase nuestra religión. Pero tenían un problema: liquidar sus bienes. Venderlos en esas condiciones era una estupidez. Los cristianos sabían de la urgencia y ofrecían precios de miseria. Entonces se me ocurrió organizar el éxodo. Utilizando mis contactos comerciales en Marsella podía poner a salvo el patrimonio de mis compatriotas. Y de paso ganar algo de dinero para asegurar mi fuga.

— ¿Y por qué Marsella?

—Es uno de los puertos comerciales más importantes. Con los debidos conocimientos fue sencillo mover el dinero a través de agentes financieros y las mercancías con intermediarios francos. En cuanto a las personas, utilizaba una red de sobornos en la que estaban implicados nobles, soldados y hasta curas. Pagando lo suficiente podía conseguir salvoconductos para llegar a la costa. Allí tenía comprados a ciertos atalayas que facilitaban el contacto con las embarcaciones de contrabando.

— Menuda organización ¿Hace mucho de eso? —preguntó Karím.

—Quince años—dijo entornando los ojos como si le costase recordar—. Fue antes de la revuelta. Después se fue complicando —añadió aplastando su barba con dos dedos contra el cuello—para llegar a Francia tenía que viajar por tortuosos caminos desde Granada a Cartagena. De allí pasar a Barcelona en galeras de mercancías. De nuevo a caballo, alcanzar la frontera donde algunos lugareños te ayudaban a cruzar los Pirineos a cambio de dinero.

—Vaya, cambiasteis el oficio de la seda por el contrabando.

— Llamadlo como queráis. Pero lo hacía con convicción. Una vez en Marsella era fácil enviar las mercancías junto a sus dueños, a Argel, a Túnez, a Trípoli… He de reconocer que Marsella era el sueño de cualquier mercader. Había almacenes y negocios por todas partes. Pero yo ya tenía el mío y no me iba nada mal. Hasta que detuvieron a uno de los enlaces en la frontera. Me delató y ya no pude volver a España. Mi fortuna quedó en Granada.

— Sacabais el patrimonio de los demás  ¿y dejasteis el vuestro?

—Tiene su explicación—Mahmud resopló apoyando de nuevo la espalda contra la pared—. Algunas familias pensaron que ricos y bautizados podrían integrarse en la sociedad cristiana manteniendo sus privilegios. Utilizaron sus ganancias para enriquecer el ajuar con muchos objetos de plata labrada. Querían parecerse a los burgueses cristianos invirtiendo en artículos de lujo para uso diario: candelabros, bandejas, jarras, palanganas, lámparas… Esto satisfacía dos propósitos: por un lado la ostentación; por otro la inversión en bienes de venta fácil.  Pero cuando uno tiene que salir discretamente y no hay posibilidad de encontrar oferta, los enseres se convierten en un estorbo. Cargar con todo eso era muy complicado y venderlo a los cristianos era regalarlo. Así pues, acepté esas piezas pesadas como pago por mis servicios. Llegue a acumular muchas arrobas de plata que pensaba fundir en lingotes. Todo estaba almacenado en un sótano oculto. Pero supongo que quedó en manos del rey, o de la Inquisición, o de quien fuese que mandó asaltar mi casa.

Se le quebró la voz, como si fuera a romper en llanto; pero solo fue un segundo.

 —Empecé de nuevo en Marsella trabajando para un mercader que había hecho buenos negocios con todo lo que yo enviaba. El tipo tenía varias fábricas de jabón y me contrató como agente comercial en Génova. Allí me instalé provisionalmente. Cuando decidí regresar para quedarme en Marsella me entregaron una carta de mi padre, sin fecha. Nadie supo decirme cuánto tiempo llevaba allí. Y pensé que era hora  de buscar a los míos.

Mahmud finalizó su relato lamentando la decepción que había sentido después de todas las penurias del viaje, al descubrir que su padre estaba muerto y su prometida casada.

—La carta situaba Elche en el Reino de Valencia. —Añadió—. Y sin más comprobaciones viajé en un barco comercial con destino a Cartagena que hacía escala en Valencia. Allí compré un caballo. No imaginaba que Elche estaba tan lejos de la capital. De haberlo sabido hubiese esperado para desembarcar en el puerto de Cartagena, ciudad que como he dicho, ya conocía por mis negocios.

Karím se incorporó con la intención de hacer un comentario. Pero Yusuf lo frenó mostrándole la palma de la mano izquierda.

— ¿Estás seguro de que quieres verla? — Interrumpió dejando al síndico con la palabra en la boca—. Han pasado muchos años y, lo aceptes o no, pertenece a otro hombre. Y tiene hijos que no son tuyos. Eso no lo puedes cambiar.

—Lo sé. Solo quiero hablar con ella.

—¿Y crees que eso aliviará tu dolor? —preguntó de nuevo con evidente escepticismo.

— No lo sé pero tengo que probar. Llevo demasiado tiempo queriendo contarle todo lo que pasó. Necesito desahogarme y luego me marcharé. O no. Pero no me resigno a ser un humilde vasallo, como vosotros— afirmó con tono burlón.

—Eres muy injusto. Es muy fácil hablar así desde Marsella — puntualizó el síndico— ¿Qué otra opción tenemos? ¿Rebelarnos y acabar como en las Alpujarras? —Hizo una pausa y, al ver que no contestaba, siguió hablando—. Bernardino de Cárdenas, el nieto del primer marqués de Elche, arrienda tierras cultivables. Y entre los pobres del arrabal se reparten también trozos de saladar para el cultivo de la sosa.

— La sosa y la barrilla de Alicante y Cartagena son muy apreciadas en el extranjero — interrumpió Mahmud sorprendiendo a su interlocutor con el cambio de tema—. Lo digo por experiencia. Junto con el aceite puro de oliva, son los fundamentos del famoso jabón de Marsella.

— Haz lo que te dicte tu conciencia— terció Yusuf incorporándose lo suficiente para mirar a Mahmud a los ojos—. Pero considera la posibilidad de buscar una mujer y comenzar una nueva vida cerca de tu hermana y tus sobrinos. Con tu experiencia podrías ganar mucho dinero. Has comerciado con seda y jabón, dos industrias locales en crecimiento. En cuanto a las costumbres, a pesar de las presiones de la Corona y de la Iglesia, los Cárdenas hacen la vista gorda siempre que cumplamos con los arriendos y con las obligaciones puntuales que marca la Iglesia.

— Ya os anticipo que el acoso no terminará nunca—Insistió—. No pararan hasta exterminarnos. Y no quiero poner a mi hermana en peligro metiéndome en su casa. Si me quedo, será fuera de Elche.

— Una curiosidad: ¿Cómo sobrevivió un musulmán tanto tiempo entre los francos? —preguntó Karím.

— Simplemente pasé desapercibido. Nadie me preguntó por mi Dios. Tampoco soy muy religioso. Rezo poco y si tengo que beber, bebo. Y así fui tratado como un igual, es decir con arreglo a mi bolsa—dijo esto señalándola con la mano derecha y su respuesta provocó la sonrisa de sus interlocutores.

— Pues esa es la clave —dijo el síndico—instálate por tu cuenta y aprovecha tu peculiar aspecto bermejo mezclándote con los cristianos sin llamar la atención. Eso o vuélvete a Marsella.

—Yo haría caso a Karím—añadió Yusuf —. No tienes aspecto de morisco y podrías pasar desapercibido.

Tengo una idea mejor—apuntó Mahmud —. Seré lo que he sido todo este tiempo. El apoderado de Simón Martell, fabricante de jabón. Además con pasaporte de Marsella, poderes firmados y cartas que presentaré en Oriola.  

— ¿Manejas con soltura la lengua de los francos?

— La entiendo, la hablo y la escribo— afirmó exagerando el acento.

Yusuf se encogió de hombros y abrió las manos— Siendo así, no  me parece mala idea.

Karim se levantó, estiró sus ropas y dijo: —Para mí está todo claro. He de marcharme. Pero tengo un consejo: si piensas hacer esa locura no pierdas tiempo. Apártate de nosotros. Sal del arrabal y que Allah te ilumine—. Dicho esto abrazó a Yusuf y saludó a Mahmud con una inclinación de cabeza.

— ¿Dónde puede hospedarse dignamente un mercader fuera del arrabal?  Será poco tiempo. Hasta que me marche.

Hay una buena fonda en la Plaza. Muy cerca del Consell. —contestó Karím ya en el quicio de la puerta.

Cuando quedaron solos, el anciano sacó de una alacena un curioso recipiente de arcilla con tapón de corcho y vertió un poco de su contenido en dos vasos de cristal. Mahmud se lo llevó a los labios y miró al anciano sorprendido. Este bebió un sorbo y se lo tragó cerrando los ojos con gesto placentero.

— Sí. Es licor. Lo fabrico yo mismo con miel, especias y frutas. Me sienta bien—. Contestó Yusuf quitándole importancia— No creo que Allah se ofenda por estos pequeños placeres. Ahora escúchame: el esposo de Yasira se llama Martín Padilla. Un cristiano viejo. Tu padre sentía aprecio por ese muchacho.

— ¿Dirías que es una buena persona?

—  Mientras no sospeche que pretendes arrebatarle a su esposa…— añadió rompiendo en una carcajada—. Lo eligió tu padre.

— No te preocupes, seré prudente. Ya te he dicho que solo quiero hablar con ella y asegurarme de que está bien. Quiero escucharlo de sus labios y verla con mis propios ojos.

— Sea como quieras. Pero sigo pensando que es un error echar más sal a la herida. Ha sido un placer conocerte —aseguró con tono paternal mientras le abrazaba —. Quería mucho a tu padre. Pero a partir de ahora, por tu conveniencia y por la mía, mejor será que no vuelvas. Sería estúpido que todo tu plan se fuera al traste por visitar a este pobre viejo. Una cosa más: si piensas instalarte en Oriola conozco a un comerciante que podría ayudarte si me prometes no comprometerlo. Se llama Thomás Vasallo y es también cristiano viejo.

— ¿Puedo fiarme de ese hombre?

Es el futuro esposo de mi nieta. —Pero mejor no le digas quién eres en realidad. Yo le hablaré del comerciante de Marsella. Convencerlo para que te ayude será cosa tuya. Vive en la Corredora, muy cerca de la puerta de Almoradí. Frente a una pequeña ermita.

Mahmud salió de la casa muy animado. En el exterior buscó a Imán pero no la vio por ningún lado. Se dio cuenta de que en el fondo le había molestado un poco que estuviese comprometida. Pasó unos minutos apoyado en el muro de piedra, frotándose la barba y pensando todavía si ponía en marcha su plan o se volvía a Marsella.   

Al llegar a casa de su hermana escogió una pluma larga entre las que había recogido del gallinero y con el cuchillo afiló su punta. De la bolsa de viaje sacó una cartera con documentos, un frasco de tinta y una cajita con polvos secantes. Vertió un poco del líquido oscuro en un cuenco y, mojando el improvisado utensilio, se dispuso a escribir. Además de repasar el pasaporte expedido en Marsella y el poder notarial a su nombre, escribió unas cartas de presentación suficientemente persuasivas. Una vez finalizadas, las repasó varias veces, esparció polvos secantes sobre la tinta rojiza y plegó los papeles cuidadosamente.

V

A la mañana siguiente Mahmud desayunó frugalmente sin intercambiar una palabra con su hermana. Recogió sus cosas y salió al establo para revisar el estado de su montura. Luego se lavó concienzudamente y se vistió con sus ropas lavadas y zurcidas. Se había acostumbrado a la holgada vestimenta a la morisca prestada por su cuñado; pero mostrarse así por más tiempo podía dar al traste con sus planes.

Su raído atuendo le había permitido viajar sin problemas desde Marsella. Se calzó las botas de media pierna y sobre la camisa blanca se puso un jubón largo, sin mangas, de paño oscuro. Ensimismado en su aseo no oyó llegar a Razín. De repente lo encontró a su espalda y, poniendo las manos sobre sus hombros, preguntó en tono burlón:

— ¿Es este el hermano pequeño de mi mujer?  Huele como una doncella casadera.

—Estás exagerando. Sólo me he lavado con un poco agua de azahar, me la dio Maryam.

—Aquí los baños y la higiene ha llegado a ser tan sospechosos, que la mugre y el olor fétido se han hecho cotidianos. Apestando a cabra es más fácil pasar inadvertido entre los cristianos. Te aseguro que llamarás la atención así vestido y perfumado.

—No impogta — exclamó exagerando el acento de los francos—es parte de mi plan. Soy un rico comerciante marsellés en viaje de negocios y voy a presentar en el Consell de Oriola los documentos que lo acreditan. A partir de ahora, llámame Monsiur Rousse.

Razín se separó de él y se inclinó en una graciosa reverencia. Mahmud extendió los brazos y lo atrajo hacia sí en un fraternal abrazo.

—Así me llamaban en Marsella: Françoise la Rousse, Francisco, el pelirrojo.

Se quitó el jubón y, con un gesto de la mano, pidió a su cuñado que le alcanzase el cinturón de cuero y la funda con el cuchillo—. Si quiero permanecer aquí sin poneros en peligro tengo que seguir un plan. Y comienza saliendo del arrabal antes de que me identifiquen como nuevo cristiano.

—Ignoro qué necesitas para llevarlo a cabo. Pero si está en mi mano cuenta con mi ayuda— afirmó apretando sus manos con afecto.

— De momento solo te ruego que guardes en secreto lo que te he contado y me ayudes a buscar un criado en quien pueda confiar —dijo mirando a uno y otro lado como si temiese ser escuchado— Acompáñame.

Mahmud salió al patio y escarbó junto al pozo con el cuchillo. Sacó la bolsa, tomó unas monedas y dándoselas a Razín le dijo —Es todo lo que tengo. Ya sabes que mi fortuna quedó en mi casa y fue desvalijada.

— Quédatelo, de verdad. No necesitó dinero. Más falta te hará a ti.

— Vamos a hacer una cosa. Dejaré aquí la mitad, enterrada. Y si no vuelvo. Utiliza el dinero para poner a salvo a mi hermana y a mis sobrinos. No tardarán en echaros de aquí.

—Razín apoyó la mano derecha en el marco de la ventana y con la izquierda se  rascó la perilla mirando al exterior con los ojos vacíos; como si analizase mentalmente un viejo recuerdo. Luego se dio la vuelta y afirmó con rotundidad—en tu casa no encontraron nada de valor a pesar de que la registraron por completo. Desmontaron los muebles—añadió—, agujerearon el suelo hasta dar con el almacén subterráneo; pero no había nada fuera de lo común: ropa usada, vajilla y utensilios de poco valor.

— ¿Nada más? ¿Estás seguro? ¿No había piezas de plata? Lámparas, candelabros, cofres con cuberterías…

—Ya te digo que presencié personalmente el registro de tu casa y no sacaron nada más que menudencias.

 —Y mi padre ¿te comentó algo sobre el tema?

—No. Pero lo cierto es que aquellas semanas se comportó de forma muy extraña.

— Explícate.

—Poco antes del saqueo, estuvo varios días de viaje y no contó a nadie donde fue.

— ¿Marchó solo?

—No. Salió una noche con varias mulas cargadas. Viajó con un arriero granadino y un par de gañanes que no había visto nunca. Al parecer se conocían de tiempo. No consintió que le acompañase nadie más. Regresó cuatro días después, sólo, portando una mula cargada de capullos de seda.

— ¿Recuerdas algún detalle más de aquellos días?

— No. Bueno, sí. Una semana después, se presentó el mismo arriero; espera, ya recuerdo su nombre, se llamaba Monedero, Bruno Monedero. Como te decía, se presentó con una pesada carga de tierra, ladrillos y argamasa. Descargó parte en su casa y el resto lo utilizó para renovar el suelo de la tuya.

— Seguramente escondió en su casa algo de valor. Si pudiese encontrar al arriero… ¿Has dicho Bruno Monedero?

— El único que podría ayudarte es Maymón. Conoce a muchos arrieros.

— ¿Quién es Maymón? ¿El anciano carpintero?

— Sí. Antes que carpintero fue arriero. Se bajó del carro por sus achaques y ahora los repara con permiso del gremio. Pero sólo dentro del arrabal. No le va muy bien. Apenas saca para alimentar a su hijo.  Ahora que lo pienso, Bernabé podría ser el criado que buscas. Es listo y fuerte. Y conoce los caminos. Pero no te hagas muchas ilusiones. Si tu padre hubiese ocultado en su casa todas esas piezas de plata, estoy seguro que las habrían encontrado. En la tuya no quedó un palmo sin excavar; en la de tu padre hicieron también un concienzudo registro por si te había escondido.

 —Mi padre era un hombre muy astuto. Formar un suelo nuevo en mi casa habría sido una pista demasiado clara. O una treta para despistarles. —Se rascó la cabeza. —Un momento: creo que sé dónde escondió lo que fuese que quería que yo descubriese.

— ¿Estás seguro?

— En la oración y los libros esta la verdadera fortuna. ¿Cómo no lo he descifrado antes? Tengo que encontrar a ese arriero. Esta misma noche me instalaré en una fonda y en dos días me trasladaré a Oriola. Pregunta a Maymón por el tal Monedero y la respuesta me la envías con su hijo. Adelántale que tengo para él un buen empleo; que se presente mañana en la fonda de la plaza y pregunte por el comerciante de Marsella.

—Te aseguro que Bernabé es de toda confianza. Llevo mucho tiempo preparando remedios para los achaques de su padre. Y me los paga con pequeñas reparaciones que no necesito. Le vendrá bien ganar algo de dinero; además, me aprecia y yo me encargaré de vigilar la salud del anciano en su ausencia. Eso le convencerá.  

—Muchas gracias. Pero de momento, cuanto menos sepa de mi verdadera identidad, mucho mejor. Nadie debe saber que somos cuñados. Ya veré la forma de explicarle quién soy cuando llegue el momento.

— ¿Le has dicho a tu hermana que te vas así, tan de repente?

—Se lo pienso decir después de la comida. Esta mañana no he encontrado fuerzas para hacerlo. Se la ve tan feliz.

— Sabes que se va a llevar un gran disgusto.

— Estaré cerca. Te prometo que volveré. Pronto tendréis noticias mías a través de Bernabé.

—No sé qué estás tramando; pero que Allah te acompañe y te de suerte, hermano.

— La voy a necesitar—. Respondió apoyando la mano sobre su mejilla y mirándole a los ojos con afecto; con una clara expresión de despedida.

Mahmud terminó de empaquetar sus cosas y respiró hondo. Había llegado el momento de hablar con su hermana. Desde el amanecer llevaba preparando un monólogo convincente para anunciarle su repentina partida. Pero no veía el momento.

Poco antes del mediodía, entró temeroso en la cocina y allí la encontró vestida con una sencilla túnica morada, con el pelo suelto. Troceaba unas zanahorias mientras en el fuego humeaba una cazuela que desprendía penetrantes aromas a tomillo y romero. Se acercó por detrás y la sujetó por la cintura de forma cariñosa. Durante unos segundos, ella permaneció de espaldas, con los hombros rígidos. Después se giró y le miró a los ojos apretando las mandíbulas.

—Me tomas por tonta. No me has dirigido la palabra en todo el día y ahora apareces perfumado y zalamero con tu ropa de viaje para decirme que te vas. ¿Es eso?

Mahmud, sorprendido, trató de balbucear una excusa. Pero ella le interrumpió levantando la palma de la mano. Intentó besarla; pero se separó bruscamente y siguió con su tarea dándole la espalda. Razín apareció de pronto y tiró de su brazo suavemente.

— Vamos. No te preocupes. Se le pasará. Mejor esperamos la comida en el patio. Hace un día espléndido. Cuando esté listo el guiso, avísame y sacaré la cazuela del fuego.

Mahmud se encogió de hombros y acompañó a su cuñado al exterior donde los niños, que habían asistido por la mañana a catequesis forzosa, jugaban a santiguarse coreando incomprensibles oraciones.

Maryam terminó el guiso de cordero con hortalizas. Seguía seria y muy callada, como sonámbula. Su hermano conocía esa actitud pensativa y estaba seguro que no tardaría mucho en estallar. Razín también escrutaba su gélida expresión esperando una reacción airada en cualquier momento.

Cuando por fin se sentaron a la mesa apareció portando ella misma la pesada y  ardiente cazuela, con paso firme y gesto altanero de autosuficiencia. Pero tras sufrir un pequeño traspié,  derramó salsa sobre su ropa. Los dos hombres intercambiaron una mirada de complicidad y no pudieron contener una sonrisa que apenas duró un segundo.

— No sé qué os parece tan gracioso— gritó dejando la olla violentamente sobre la mesa. Mahumd pensó que la cosa no podía ir a peor y se lanzó a la arena resumiendo al mínimo su monólogo.

—Me voy de Elche. Hoy mismo.

— ¿Y a qué esperabas para decírmelo? — Preguntó con amargura— ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Ha sido cosa del síndico? ¿Te ha amenazado?

— No. La idea ha sido mía. Si me dejas, te lo explico —aseguró—. El asunto es bien sencillo.  Si no quieres que vuelva a Marsella y perderme para siempre, tengo que salir del arrabal.

En ese momento Razín le hizo una seña y se dio cuenta de que sus sobrinos estaban un poco asustados y muy pendientes de la conversación; miró a su hermana, respiró hondo e intentó seguir comiendo. Maryam rompió a llorar levantándose bruscamente de la mesa y Mahmud la siguió hasta el patio; donde sentado junto a ella, intentó consolarla acariciándole el cabello como si fuera una niña.

— Tienes que entender que no puedo quedarme. No quiero que me identifiquen como cristiano nuevo. Y mucho menos, poner en peligro a tu familia con mis asuntos. En parte lo hago por ti.

—Si es por mí, quédate aquí, con nosotros. No soportaría volver a perderte—dijo con un hilillo de voz mientras sus lágrimas seguían manando abundantemente.

 — ¿Qué te hace pesar que me vas a perder? — Le susurró cariñosamente al oído rodeándola con sus brazos— Todo lo contrario. Cuando organice mi vida regresaré. Mientras tanto, te prometo que os haré llegar noticias mías.

Tengo que decirte algo importante—añadió con gesto serio —si no me equivoco, padre ocultó algo para mí en su casa y tengo que encontrarlo. Sé de un escondite donde guardaba su instrumental y gran cantidad de libros prohibidos. Entre ellos, seguramente alguno de oración; un Alcorán como lo llaman los cristianos. Lo vi salir de allí sólo una vez, siendo muy niño y me hizo jurar que no se lo contaría a nadie nunca. Ahí está la clave. La fortuna, la oración y los libros.

— Entonces ¿Piensas volver a Granada? ¿Has olvidado que te buscan?

— De momento voy a instalarme en Oriola hasta que pueda organizar un viaje seguro y en condiciones. Te lo prometo. Y no te preocupes, no tengo intención de quedarme allí. Es el único sitio donde alguien podría reconocerme. Pero volvamos a la mesa. Tus hijos están preocupados.

 Maryan se sentó frente a su plato con cara de resignación. Emitió un suspiro y se metió un trozo de cordero en la boca que comenzó a masticar sin ganas. Su hermano la observó en silencio. Por un segundo dudó. Apretó los dientes y decidió que nada lo detendría, ni siquiera su hermana.  

Poco antes de ponerse el sol, Razín sacó el caballo del establo y cargó sus pertenecías mientras Mahmud se despedía de sus sobrinos. Maryam estaba sentada en la puerta de su casa contemplando la escena como si la cosa no fuese con ella. Cuando su hermano estaba a punto de montar, se levantó impulsada por un resorte y abalanzándose sobre él, le echó los brazos al cuello, colmándolo de sonoros besos ante la asombrada mirada de su familia.

VI

Oriola, en el año del Señor de 1600.

Aquella mañana de cielo encapotado y plomizo la muchedumbre se agolpaba expectante a ambos lados del río, cerca del puente, colapsando el acceso a la ciudad y abarrotando todos los balcones de las casas que se asomaban al Segura.

Roque salió de su casa,  en el inicio del Arrabal Roig. Como era su costumbre, alivió la vejiga contra la ruinosa muralla, muy cerca de la torre hexagonal. Luego sacudió su capa, se caló el sombrero hasta los ojos y encaminó sus pasos hacia el casco, entrando por el portillo de la calle del hospital y deteniéndose un momento para mojar el gaznate en una taberna cercana al modesto convento de los carmelitas descalzos.

El Raval Roig a comienzos del siglo XVII.
Dibujo de Mario Gómez Ramón sobre los bocetos de José Ojeda Nieto.

Muy cerca de Santa Justa, frente a cuya puerta se santiguó apresuradamente, piropeó a una moza de amplio trasero que, agachada, trajinaba con un saco de cereales en la puerta del almudí. La mujer siguió con su faena fingiendo no haberle oído. En la plaza de la fruta reinaba un gran ajetreo,  y el olor a queso que emanaba de un puesto, despertó su apetito. Se acercó fingiendo estudiar con atención una enorme pieza mientras sacudía la bolsa que le había entregado el fraile con la punta de los dedos. Al vendedor no le pasó desapercibido el gesto.

—De cabras prietas, señor, negras como el azabache—anunció tentador— curado con el aire de la sierra. Pruebe un poco.

Una vez catado el queso que nunca pensó comprar y recibida la pertinente maldición por parte del tendero, decidió no atravesar la plaza abarrotada y se internó por la calle de Barberos uniéndose a la hilera de gente que intentaba llegar al río. A la altura del Consell quedó atrapado. Pero pronto descubrieron los allí congregados por qué le llamaban Palput. Y le abrieron paso rápidamente haciendo pinza con los dedos en la nariz para tratar de mitigar el hedor que desprendía.

Una brisa fresca y húmeda soplaba de tramontana y el murmullo del gentío apagaba el sonido de la impetuosa corriente fluvial cuando Joan Marco, el más reputado cazador de lobos de la comarca, atravesó el pasadizo y se plantó en el centro del puente sobre el Río Segura. La concurrencia rompió a aplaudir al tiempo que Marco esbozaba un gracioso giro sobre sus plantas, con los brazos en alto, mostrando orgulloso las orejas de tres ejemplares adultos. Luego las introdujo en una cesta, y uno tras otro fue sacando a cuatro indefensos lobatos. Con estudiada parsimonia desenfundó un cuchillo de monte y, tras cortarles las orejas, los arrojó al agua aún vivos,  para deleite del público que le vitoreaba entusiasmado.

Acabada la macabra ceremonia, el clavario del Consell, un hombre pequeño y barrigudo de largo cabello lacio, leyó a voz en grito:

—Porque los daños que los lobos hacen en los ganados de los vecinos son muchos; y si no se matasen se multiplicarían mucho los perjuicios a esta ciudad y su tierra. Para que con más voluntad los maten, acordamos y mandamos que cuando quiera que algún vecino matare en los términos de ella algún lobo o loba, que le sean librados y pagados de los propios, dos ducados. Y si sacare alguna camada de lobeznos, que se le libren cuatro reales por cada uno,  siempre que tal persona jure en forma que los mató y sacó en término de esta ciudad. Y con el dicho juramento, que les corten las orejas en presencia del escribano.

Terminada la lectura, entregó al cazador el pago establecido. Marco contó el dinero y, montado en su caballo, abandonó la ciudad en dirección al camino de Cartagena mientras la multitud se dispersaba. La cacería le había reportado el sueldo de un mes de trabajo como jornalero.

Despejada la zona, el regusto a queso en su paladar pedía vino; y Roque se metió en un mesón donde engulló dos rebanadas de pan negro con tocino y dos hermosas jarras de tinto. De allí pasó a una taberna cercana y siguió bebiendo sin mesura.

Thomas Vasallo subió pesadamente las escaleras que llegaban a la sala, una dependencia de unas diez varas cuadradas donde se reunían los representantes de la Ciudad. Allí se sentó junto al justicia criminal, el almotacén, el escribano y otros cinco jurados.

La sala del Consell formaba parte de un edificio medieval recientemente reedificado que descansaba sobre el puente formando un conjunto de espectacular sillería blanca. Sobre la entrada campaba el escudo de armas de una añeja ciudad que iniciaba el siglo en el zenit de su grandeza. Conseguido el Obispado y la Gobernación Ultra Sexona, solo la capital superaba a la orgullosa Oriola en todo el reino de Valencia.  

Desde el arrabal de San Agustín se accedía a la ciudad a través de un arco abocinado abierto en la muralla, sellado por dos gruesas puertas de madera chapadas en hojalata y hermoseadas con artísticos  herrajes. Una vez rebasado dicho arco, un pasadizo abovedado cruzaba por debajo de la Sala del Consell desviando el tránsito incómodo hacía la calle del Río, por cuyo trazado discurría la muralla hasta unirse con otra torre.

Pepe Sarabia

En el Consell, la solicitud de prórroga en la sisa sobre el trigo molido, el establecimiento de un nuevo gravamen para la carne y la muerte de Jerónimo Gatuelles, síndico ordinario que la ciudad de Oriola mantenía en la corte, eran las causas principales de la reunión.

Su hijo pretendía heredar el cargo de representante y apoderado en Madrid. De hecho llevaba meses ejerciendo a causa de la enfermedad de su padre. Pero el joven despertaba escasa confianza entre los jurados y decidieron sustituirlo. Los reunidos designaron a Miguel Urgell estipulando el salario habitual de veinticinco libras anuales. Esta elección era cometido del pleno del Consell; pero al no ser sencillo reunir a los cuarenta consellers, estos solían delegar en los jurados, reservándose el derecho de rebatir posteriormente sus acuerdos.

Mientras escuchaba distraído los detalles del nombramiento, Vasallo no dejaba de mirar por una ventana escrutando a los que transitaban por  la calle del Río. Al subir por la escalera había visto al Palput cerca del puente;  y se preguntaba dónde demonios se habría metido ese sucio puerco. Estaba seguro de que si no alargaban mucho la sesión, lo encontraría bebiendo en alguna taberna cercana.

— ¿Os encontráis bien, Vasallo? — Preguntó el almotacén—. Os noto un tanto ausente esta mañana.

—Estoy perfectamente. Continuad, os lo ruego—respondió mientras seguía vigilando la calle con el rabillo del ojo.

Solucionados los asuntos del día, el Justicia, Nicolás Viudes, mostró la carta que guardaba en un cajón. Se la había entregado personalmente el padre Gaspar Valera, franciscano alcantarino del convento de Callosa. El escribano rompió el lacre sellado con el ostentoso escudo de Juan Alonso Pimentel de Herrera, conde duque de Benavente y virrey de Valencia. Desplegó el papel arrugado sujetándolo con ambas manos y se acercó a la luz que penetraba por una de las ventanas. Tras contemplar durante unos segundos el cielo nublado y a unos muchachos que jugaban a cazadores persiguiendo a otro que hacía de lobo, se aseguró de que todo el mundo prestaban atención. Mencionó la procedencia y comenzó a leer en voz alta.

—Los Padres descalzos de San Francisco me han dicho cómo tratan de fundar un convento de su orden en esa ciudad sujeto a la provincia de Valencia. Aunque yo sé que por ser obra tan buena, que ha de redundar tanto bien, estoy cierto que acudirán a esto con mucho cuidado. Pero por la devoción particular que tengo a esta religión, he querido recomendarlo a vuestras mercedes. A quienes Nuestro Señor guarde. En Valencia 17 marzo 1600. 

Antes de que el justicia dejase la carta sobre la mesa, el almotacén—de nombre Jaume Soler— se levantó de un salto con gesto airado. Era un hombre alto, de piernas y brazos largos. Tras caminar dos zancadas adelante y atrás, volvió a sentarse dejando caer su cuerpo a plomo sobre el asiento de madera que emitió un desagradable crujido. Un segundo después las palmas de sus manos impactaron sobre la mesa con un golpe sordo.

— El conde duque, la mano del rey en Valencia, nos recomienda que aceptemos otra remesa de frailes. Pero de aflojar la bolsa, o compensarnos de alguna manera no dice nada. En vez de tanto rezo— exclamó en tono irónico—lo que esta ciudad necesita son familias moriscas. Gente dispuesta a trabajar la tierra, y no a pedir limosna.

— ¿Cómo osáis comparar a los beneméritos hijos de San Francisco con esa gentuza que sigue retajando la verga de sus hijos? — preguntó el jurado Diego Fernández de Mesa, paseando su mirada amenazante por todos los presentes.

— Don Diego ¿Tenéis algo contra las familias granadinas que viven al día de hoy en nuestra ciudad?

—Me molesta la algarabía que siguen hablando a escondidas, su manera de vestir, sus paganas costumbres a puerta cerrada. Muchos no lo queréis ver, pero como ya pasó con los judíos, los moros han aceptado a Cristo no por devoción, sino por miedo a la Inquisición. Tarde o temprano tendremos que echarlos o nos echarán ellos a nosotros.

— ¿De la Gobernación? — Preguntó Soler con gesto burlón.

— De la península. Que vuelvan a África, de donde salieron.

— Eso sería la ruina del país. Y lo sabéis muy bien. Los cristianos nuevos se están mezclado con los viejos en buena armonía. Visten a la usanza del país, hablan romance y cumplen puntualmente con los sacramentos. Y además asisten a las catequesis asignadas en la ermita de San Pablo. Salvo contadas excepciones, son gente de bien, laboriosa y nada conflictiva.

Fernández de Mesa soltó una carcajada y se incorporó bruscamente asiendo su capa con ambas manos. — Eso es lo que aparentan. Pero siguen sin comer puerco, descapullando a sus hijos y practicando a escondidas el ayuno ritual fuera de la Cuaresma. —Paró un segundo acentuando la carga teatral de su discurso — Vino si beben. Esos infieles granadinos son más instruidos que los moriscos locales, y más reacios al Evangelio. Y eso no es lo peor —añadió abriendo mucho los ojos, con la manos apoyadas en la mesa— los que llaman alfaquíes pretenden mantener su secta controlando las aldeas de cristianos nuevos. Esperan que lleguen los turcos y nos degüellen a todos. La amenaza es tan cierta que el Santo Oficio ha dejado de perseguir judíos y se ha volcado con ellos, los principales enemigos de la fe católica y de la seguridad del reino.

El almotacén tardó en responder. Debía medir sus palabras. La sola mención del Santo Oficio le había erizado el vello. En tono razonable se dirigió al resto de los presentes ignorando al de Mesa. —Oriola lleva años pidiendo al rey que autorice el asentamiento de tres o cuatrocientas casas de nuevos cristianos repartidos por la ciudad y la huerta. Gente entendida en cultivar la tierra abandonada por falta de brazos. Y en el cultivo de la seda. Todo son ventajas—añadió— trabajan duro, no protestan, pagan religiosamente sus impuestos. Mirad los que se instalaron en Albatera, en Cox y en la Granja. Mientras los hombres trabajan el campo, sus mujeres e hijos se ocupan de cepillar los linos e hilar la seda, faenas que desprecian los cristianos viejos.

— A mi entender; y creo que hablo en nombre de la mayoría de los presentes tenemos demasiados conventos —. Apuntó Vasallo, deseando acabar la sesión— Y podemos aplazar la decisión por un tiempo.

— ¿Está el Consell contra los frailes en general o sólo contra los descalzos?— preguntó el de Mesa. Y dirigiéndose a Vasallo, añadió con tono sarcástico — De vos no me sorprende. Un comerciante casado con una morisca, que se ha hecho rico gracias a un farsante granadino.

— Habláis sin el menor conocimiento—. Contestó airado por la alusión personal— Y solo me tenéis envidia.

— ¿Yo a vos?

El almotacén interrumpió la disputa que estaba subiendo de tono. — Teniendo en cuenta que la resistencia a pagar la sisa de la molienda por parte del Barón de Albatera ha sido secundada por los señores de Cox y de Granja, si seguimos aumentando el vecindario exento de pago, ningún arrendador querrá hacerse cargo de los impuestos. Haced un cálculo—. Explicó con tono más calmado— Sumad los religiosos y los oficiales de la milicia. Bueno, y todos los que obtienen víveres a través de ellos.

— ¿Qué queréis decir? —Interrumpió el de Mesa.

Soler tomó aire. Y acercando su rostro al de su interlocutor comenzó a hablarle en tono pausado, seguro, recalcando las sílabas. —Últimamente he comprobado con mis propios ojos como los predicadores compran muchos alimentos y vino sin pagar la sisa, de la que están exentos. Y luego pagan a sus jornaleros en especie, burlando así los impuestos. Y los oficiales, que tampoco pagan, compran géneros para ellos, para sus familias y hasta para sus amigos.

— Esa es una acusación muy seria.

— Comprobadlo vos mismo. Las arcas están vacías. — añadió el almotacén intentando rebajar la tensión— No podemos acoger a más religiosos. Tenemos mercedarios; franciscanos observantes con sus hermanas clarisas; agustinos y agustinas; carmelitas, trinitarios, dominicos… Y para colmo, Joan Loazes, el rector de los predicadores, pretende traer a media docena de dominicas del monasterio de las Magdalenas de Valencia. Creo que no podemos aceptar más bocas ociosas.

— ¿Habéis dicho monjas al Colegio de Predicadores? — Preguntó con sorna el jurado Ginés Heredia, un tipo bajo y corpulento.

— La Cofradía de Santa Lucía le ha cedido el edificio que regentan cerca de la Porta Nova —. Respondió el almotacén sin apreciar la ironía.

— ¿El beaterio de Santa Lucía? ¿Y qué van a hacer con las beatas?

— Ordenarlas monjas — sugirió Fernández de Mesa provocando una carcajada.

— No seáis absurdo—sentenció Soler— Piensan agregarlas al beaterío de la ermita de San Miguel, en la peña. Habrá que ampliarlo, pero no es ese el tema. No podemos aceptar más fundaciones hasta que las que hay en marcha no estén debidamente atendidas.

—Recordad lo que pasó con los carmelitas descalzos—. Terció Ginés Heredia—. El Consell, con todo el dolor de su corazón, les denegó la licencia que solicitaban. Pero la intercesión del rey— el segundo Felipe que Dios tenga en su gloria—dobló la voluntad de los jurados ¿Y qué pasó luego? Que anduvieron mendigando de casa en casa. Hasta de la ermita del Raval Roig los echaron.

—Las clarisas están reedificando su convento—. Añadió el justicia.

— Y las agustinas adaptando la ermita de San Sebastián. Todas confiadas en la providencia y en las limosnas. No podemos autorizar más conventos. Además, ya tenemos franciscanos en Santa Ana. A ellos tampoco les hará mucha gracia la competencia de la misma orden—sentenció Soler.

Diego Fernández de Mesa, secundado por Enrique Masquefa que le susurraba al oído, no estaba dispuesto a rendirse. Y juntos encontraron el argumento perfecto. Mentar el orgullo patrio.

— Señores— Anunció con semblante serio—. Antes de tomar una decisión, tened en consideración que esta es la segunda ciudad del Reino de Valencia. Y el convento alcantarino pertenece a una provincia valenciana. No así los recoletos de Santa Ana que operan bajo la jurisdicción de Castilla.

— Esa no es razón para costear otro convento. —sentenció Soler negando con la cabeza y apretando los labios.

—Basta de discusiones—. Terció Pascual Martí, el más anciano de los jurados— Propongo que sea el obispo quien tome la decisión. — Tras pensar unos segundos rascándose el mentón, añadió — pediremos su autorización haciendo hincapié en la extrema necesidad que sufren los conventos recientemente fundados. Al mismo tiempo haremos correr la noticia de que pensamos autorizarlo para que esta llegue a las demás órdenes. Viendo peligrar sus limosnas pondrán todas las trabas posibles.

Joan Soler pensó que la idea no era descabellada. Con suerte, tal vez el prelado les liberase de tener que desairar al virrey en momentos tan delicados, cuando la vecina Alicante intentaba liberarse de la influencia oriolana. La ciudad concedería la licencia; condicionándola a la del obispo. Y éste se verá obligado a desautorizarla al no poder mantenerse los religiosos con la dignidad y decencia que dictaba el Concilio de Trento.

Terminada la sesión, Vasallo salió por el pasadizo abovedado a la calle del Río muy nervioso y enfadado. Las palabras de Mesa seguían resonando en sus oídos. Y todo por culpa de ese maldito morisco. Mezclándose con los transeúntes, se encaminó a la Plaza Mayor a través de las carnicerías.

Pepe Sarabia sobre un boceto de Pepe Ojeda Nieto.

En realidad, lo que en Oriola llamaban plaza mayor era un conjunto de pequeñas plazuelas que albergaba también las pescaderías, los puestos de verduras y de otros comestibles diversos, un vestigio del antiguo zoco musulmán. De gran estatura y vestido con ropa negra muy elegante para asistir al Consell, su aspecto era un reclamo para los vendedores. Mientras revisaba, una a una, todas las tabernas y mesones de la zona, tuvo que ir apartando a los que le ofrecieron pan blanco, manteca, tocino salado de Castilla, ranas del Segura y sardinas recién pescadas en el Cap Cerver.

Por fin encontró al Palput en un tugurio situado en la esquina con la calle de Santiago, muy cerca de la iglesia de las Santas Justa y Rufina. Media docena de mesas y un puñado de barriles ennegrecidos amueblaban el establecimiento donde un tipo canoso, bajo y rechoncho frotaba el mostrador con un trapo mugriento.

Estaba sentado en una de ellas junto a dos tipos de aspecto patibulario. El más barbudo y desaliñado alzaba una jarra de vino y canturreaba a gritos. El otro, barbilampiño y con una fea cicatriz en la mejilla, se burlaba del Palput, quien parecía dormitar con la cabeza a menos de un palmo de la mesa. Vasallo entró con andares enérgicos y se dirigió directamente hacia ellos.

— Vamos. Dejadle en paz— les gritó señalando la puerta.

Los cánticos cesaron de repente y las risas se cortaron en seco. — ¿Acaso es amigo vuestro? — Preguntó  el barbilampiño—  Nos ha invitado a vino, pero se ha quedado indispuesto.  

—Eso no es de vuestra incumbencia. Largo de aquí. Yo pagaré el vino.

Los dos individuos se levantaron maldiciendo entre dientes y se marcharon volcando las sillas. El tabernero se acercó, puso orden y limpió la mesa con el mismo trapo roñoso.

— ¿Puedo ofreceros algo, señor? —dijo, intentando parecer respetuoso.

— Llévate esta porquería que apesta a vinagre y trae vino de verdad—respondió mientras se sentaba junto al Palput, quien respiraba trabajosamente con los ojos cerrados.

—  Le habéis hecho un favor —. Apuntó el tabernero— Esos pájaros le rondaban para robarle, estoy seguro. Lleva todo el día bebiendo y fanfarroneando de su dinero.

Dejó dos vasos y se acercó a un pequeño tonel que guardaba tras el mostrador. De su contenido rellenó una jarra y se la dejó a Vasallo, acudiendo a la llamada de dos parroquianos que acababan de ocupar otra mesa. Este tomó la jarra sin demasiado entusiasmo. Llenó un vaso y se mojó los labios.

Reprimiendo la mueca de asco, sacudió al Palput violentamente agarrándolo por las ropas que apestaban a una mezcla de sudor, orina y vino. Como respuesta emitió un quejido de protesta y entreabrió los ojos durante un segundo. Luego chasqueó la lengua, tomó directamente la jarra con manos temblorosas y, después de darle un tiento, soltó un sonoro eructo.

Vasallo se la quitó de las manos y aguantó las ganas de darle un puñetazo en el rostro.

— Llevo días buscándote maldito borracho ¿Dónde está el niño? — le preguntó.

El Palput reconoció súbitamente a su interlocutor y se revolvió incómodo sobre el asiento. Giró la cabeza a uno y a otro lado, como si temiese ser oído.

—Se fue. Como ordenasteis—aseguró con los ojos vacíos.

— ¿Cómo que se fue? ¿Dónde? Habla, malnacido.

—No atino a entenderos, señor, perdonad mi torpeza. Lo entregué siguiendo vuestras instrucciones.

— Yo no he dado ninguna instrucción. Sólo te encargué que lo mantuvieses escondido en el arrabal.

— Claro que sí. Y eso hice hasta hace tres días. Llegó el fraile muy temprano y se marcharon juntos.

— ¿De qué fraile me estás hablando? ¿Estás diciendo que has perdido al chico?

—No lo he perdido. El jueves se presentó un mensajero con una carta vuestra. Le dije que no sabía leer y me la recitó en voz alta. Tenía que encerrar al chico en casa y no salir de ella hasta que apareciese un fraile y preguntase por él. Entonces debía entregarlo, recibiendo una compensación por mis servicios. También me dijo que era importante que no hablase con nadie y no me dejase ver durante unos días. Y eso he hecho. El fraile apareció el viernes y no he salido hasta hoy.

Vasallo dejó el vaso sobre la mesa y se inclinó bruscamente hacia delante — ¿Conocías a ese fraile o al que te entregó el mensaje?

—No, señor. Sólo me fijé en que el fraile cojeaba visiblemente. La cosa fue muy rápida y sucedió como os he dicho. Me limité a entregarlo pensando que venía de vuestra parte. Nadie más sabía que yo tenía al muchacho

— ¡Maldito imbécil! — Gritó Vasallo propinando una patada a la silla que dio con sus  huesos en el suelo — ¿Y adónde se lo llevó?

Hecho un ovillo se protegió la cabeza con los antebrazos  —. Lo desconozco, señor. Se marcharon caminando por la calle del Hospital y no sé nada más. Lo juro por la Virgen de Montserrat —aseguró santiguándose varias veces.

— Lo has perdido. Maldito estúpido —. Espetó Vasallo. Y levantándose de su asiento con expresión furibunda le puso un pie en la garganta y comenzó a apretar.

—No es este lugar para dar un escándalo—apuntó el tabernero a su espalda— estamos a veinte pasos de Santa Justa. Le ruego que arregle sus asuntos de forma más discreta.

Aquel hombre tenía razón. La discusión con el de Mesa y la repentina pérdida del chico habían encrespado su ánimo hasta el punto de que el asco que sentía hacia el Palput había mudado en un ataque de ira. Al apartar el pie, el infeliz se levantó torpemente, con los ojos temblando de miedo. Luego trató de beber entre toses; derramando buena parte del vino que chorreó sobre su ropa.

 —No necesito escuchar nada más — dijo Vasallo levantándose con brusquedad — Lárgate y que no vuelva a verte si no es para decirme que lo has encontrado   ¿entiendes? —gritó con la voz llena de rabia. Roque se dirigió hacia la puerta renqueando. Pero antes de abandonar la taberna se volvió y le dijo.

— Juro que encontraré a ese maldito fraile.

Vasallo apuró el vaso de vino,  echó mano a la bolsa y, sacando unas monedas, las dejó sobre el mostrador. Sin decir una palabra salió a la calle e intentó serenarse. Sólo era cuestión de buscar. Era imposible que un mocoso con pelo de panocha y un fraile lisiado hubiesen desaparecido sin dejar rastro.

VII

Elche, en el año del Señor de 1584.

La primera noche que pasó en la fonda, Mahmud no consiguió conciliar el sueño. La incertidumbre de su nueva vida y la posibilidad de que el viaje a Granada fuese un esfuerzo inútil y costoso le provocaban una desagradable sensación de angustia. Un sentimiento de opresión en el pecho que no había experimentado desde que se encontró solo en Marsella. Por otro lado se debatía entre confiar en Bernabé desde un principio. O presentarse con su falsa identidad, obligándose a interpretarla constantemente.   

El día amaneció claro y limpio. Con las primeras luces bajó a estirar las piernas siguiendo una calle recta y llana a la que llamaban Corredora. Estaba formada en su lado norte por casas pegadas al muro. Y contempló curioso cómo se iba llenando con la gente que comenzaba a circular a primera hora. Se cruzó con dos caballeros ataviados con lujosas vestimentas, con una cuadrilla de campesinos de rostro tostado que se dirigía al campo. Y con cura joven y despeinado que parecía llegar tarde a misa, corriendo con la sotana medio desabrochada.

El establecimiento recomendado por Karim era un edificio de dos plantas con amplio terrado habilitado como patio. Estaba situado entre la calle de la Feria y la plaza de la fruta, muy cerca de la entrada principal al recinto amurallado de Elche. A pesar de ser un poco caro, le había convencido su céntrica situación y el acogedor espacio superior, cubierto por un manto vegetal. La planta baja estaba dividida en almacén,  comedor y un cuartucho donde recibían a los huéspedes. El piso superior albergaba los dormitorios. Completaban la oferta unas cuadras modestas, en la parte trasera,  atendidas por un gañán que alimentaba y cuidaba las monturas de los clientes.  

Ya de vuelta se asomó al terrado y pudo contemplar con detalle una torre cuadrada que destacaba orgullosa por encima del resto de los edificios. Enclavada en la entrada por el camino de Alicante, parecía ser la más importante de la muralla. Preguntó sobre ella a la posadera, una mujer de mediana edad que subió tras limpiar las habitaciones portando un cubo de madera.

— La Calahorra es el granero más importante de la ciudad—Respondió arrojando el contenido  a la calle al grito de “agua va”. —Es donde guardan el grano que roban a los campesinos para repartírselo entre el obispo y los Cárdenas — añadió en voz baja acercándose y guiñándole un ojo con una sonrisa.

Mahmud esperaba ansioso la llegada de Bernabé. Había decidido ocultarle por el momento su verdadera personalidad. Volvió a repasar los documentos y cartas de mercader hasta que fue cayendo en un estado de somnolencia producido por el sol que, filtrado por el hermoso emparrado, acariciaba su rostro dulcemente.

El muchacho no tardó en aparecer. Se había recortado el cabello y vestía ropa modesta. Pero limpia y aseada.

 — Buenos días. Me llamo Bernabé Maymón. Me envía Alonso Aledo con un mensaje para vos.

Mahmud había olvidado ya el nombre cristiano de su cuñado y, adormilado como estaba, tardó unos segundos en reaccionar.

—Ah sí, Alonso. Bienvenido. Yo soy  Frasua Rusé. —Se presentó exagerando el acento—   Siéntate por favor. ¿Te apetece beber algo?  Es una infusión de manzanilla con miel. — Ofreció mostrándole el vaso con gesto afable.

— Gracias. Pero me vendría mejor comer algo. No he tenido tiempo de desayunar—sugirió mientras se terciaba la ropa y tomaba asiento.

Mahmud dio una voz y segundos después subió el gañán que había conocido en la cuadra. Un crío de anchas espaldas, aspecto sucio y una generosa mata de cabello de color indefinible.

— Mi madre está ocupada preparando la comida.

— Dile que, cuando pueda, mande una jarra de leche y algo para desayunar. Ah, y si eres tú quien piensa servirnos, antes lávate las manos.

El muchacho, avergonzado, se las restregó instintivamente por los pantalones. Al poco rato regresó con la leche y un trozo de queso que dejó sobre la mesa mostrando sus manos limpias y enrojecidas. Seguramente frotadas por su madre con el esparto de abrillantar las ollas. Minutos después subió una hogaza de pan cortada por la mitad, untada con ajo y acompañada de aceitunas aromatizadas.

— ¿Tienes suficiente, amigo Bernabé?

—Sí señor, muchas gracias—reconoció mientras dejaba la jarra de leche y se metía en la boca un buen pellizco de pan con queso.

— Y bien ¿cuál es ese mensaje?

— El hombre que buscáis vivía en Baza. Y se hacía llamar Bernardo Monedero.

— Hablas en pasado ¿Acaso ha muerto?

— No lo sé. Mi padre hace años que no sabe nada de él—. Respondió mientras terminaba con la última aceituna—  Me dijo Alonso que tenéis trabajo para mí ¿necesitáis un carpintero?

—Así que en Baza— Se preguntó a sí mismo mesándose la barba sin contestar al muchacho— Si no recuerdo mal, está a unas veinte leguas de Granada  ¿Has cabalgado mucho, Bernabé?

—Bien poco, en realidad. Pero he viajado mucho en carro. Mi padre era arriero. Ahora solo nos queda una mula vieja.   

—De momento no necesito carpintero. Me interesa más tu conocimiento de los caminos. Como te he dicho, me llamo Fransua Rusé. Soy mercader y vengo de Marsella con intención de instalarme en la zona.

— El que conducía el carro era mi padre. Yo sólo le he acompañado desde muy niño.

— Si fuera necesario ¿Podrías acompañarme a mí hasta Granada?

— Creo que sí.

— Pues ya tienes trabajo—afirmó entregándole unas monedas. — Toma esto como adelanto, por si tu padre lo necesita mientras estemos fuera. De momento me encargaré de tu manutención y, según tu valía, acordaremos un sueldo. Para empezar, mañana temprano partiremos hacia Oriola.  ¿Tu mula está disponible?

— ¿Para vos? — Preguntó con gesto sorprendido— Es un animal poco digno.

— Para ti, muchacho, para ti, yo tengo mi propio caballo—Contestó mostrando una sincera sonrisa.

—Sí, claro que sí. Pero aún no sé cuál será mi cometido.

—No te preocupes—añadió con tono paternal — viajarás como mi criado y visitaremos la ciudad. Por la noche descansaremos en un hospedaje y, si todo va bien, pasado mañana estaremos de vuelta. Solo quiero hacerme una idea antes de decidir si me interesa instalarme allí.

—Contad conmigo para lo que sea menester —exclamó con gesto convencido por la barriga llena.

— ¿Conoces bien Oriola?

—  He estado allí muchas veces, acompañando a mi padre.

— Mañana al amanecer estaré abajo con mi caballo preparado. Sé puntual.

A la mañana siguiente abandonaron Elche por el camino de Oriola, cabalgando a buen paso. Con el frescor del amanecer recorrieron plácidamente las dos primeras leguas que separaban Elche de Crevillente. Y almorzaron en una venta situada en las afueras.

— Háblame de Oriola—. Sugirió Mahmud al reanudar la marcha.

—Es una ciudad muy hermosa. La capital de la Gobernación. Eso lo comprobaréis nada más entrar. Hay un edificio de piedra como no he visto otro. Un convento dominico con iglesia y colegio.

La mención a los dominicos agrió la cara de Mahmud al recordar la detención de su padre. Pero en un segundo consiguió reprimir el gesto, esbozando una falsa sonrisa.

—Y tiene una leyenda muy interesante. Dicen que antes de construirlo, los dominicos vivían en un convento muy pobre, en las afueras de la ciudad, donde enfermaban constantemente. Cuentan que, durante el reinado de Fernando el católico, la peste se cebó con Oriola. Y que quedó tan despoblada que en las calles crecía la yerba. En esas — continuó con exceso teatral— a uno de los jurados se le apareció la virgen del Socorro abogando por los predicadores. Y en cuanto el Consell los metió en la ciudad y rezaron el Rosario, la campana de la iglesia mayor tocó por sí sola y la peste cesó milagrosamente.

— ¿Y les regalaron el hermoso edificio que dices?

— No. Sólo les cedieron una modesta ermita. El convento del Socorro salió de los dineros del Patriarca  Loazes.

— ¿Y cómo sabe tanto un carpintero?

— En eso me parezco a mi padre. Me gusta escuchar y tengo buen entendimiento y memoria. El viejo se ha pasado la vida en los caminos. No sabe leer ni escribir, pero siempre tuvo curiosidad. Escuchando aquí y allá, memorizaba las historias y leyendas de cada población. Y luego me las contaba una y otra vez al pasar por ellas. Así las aprendí.

Bernabé resultó ser lo que buscaba. Un tipo locuaz, desenvuelto y de buen carácter. Capaz de amenizar el viaje con una conversación entretenida. Pero las últimas leguas se hicieron eternas. A pesar de clavar desesperadamente los talones en los costados de la mula, esta no daba más de sí.

— Está acostumbrada a tirar. No a que la monten—. Se excusó el joven.

— Si queremos viajar a Granada necesitarás una montura más joven y fuerte—. Afirmó Mahmud.

Pasado ya el mediodía el camino se internó en un hermoso palmeral del que salían tres mulas conducidas en recua por un hombre a pie. El paisaje era muy particular. Centenares de palmeras flanqueaban bancales en producción. Pegadas a la sierra despuntaban algunas casas modestas, como un arrabal en formación. Frente a ellas, espaciosas balsas aparecían rodeadas por montones de piedras de varios tamaños.

— Las balsas son para cocer el cáñamo que cultivan —. Explicó Bernabé — Y las piedras se utilizan para mantener la fibra en el fondo. Aquí, gracias a las fuentes que manan de la sierra, se mantienen decentemente un puñado de agricultores. Y también algunos artesanos que fabrican alpargatas, sogas, sacos y esteras con el producto de la cosecha. Lo malo llega en verano, cuando las aguas se pudren y los vecinos enferman por culpa de los mosquitos.

Mahmud espoleó su caballo y, apretando el paso, recorrió el último tramo que le separaba de un ensanche surcado por varias acequias con sus respectivos puentes en una especie de cruce de caminos marcado con una cruz de piedra frente a un espectacular arco de sillería.

Asentada en la margen izquierda del río Segura, la capital de la gobernación era una ciudad de más de diez mil almas en la cima de su poder. Encajonada entre el río y la peña, componía un arco abrazado al monte y coronado por un castillo del que partía una muralla que la abrazaba con varias puertas de acceso como la que estaban a punto de atravesar. Al acercarse distinguió la imagen tallada de un ángel armado con una espada sobre un escudo rodeado por dos aves.

— Es precioso ¿verdad? —Preguntó Bernabé— Tiene pocos años. Mi padre aún recuerda cuando pasaba por otro más antiguo, pegado a la sierra—explicó—. Tuvieron que desplazarlo para encajar el convento. Y fabricarlo de nuevo para que no desentonase. Con él desplazaron toda la muralla que, en línea recta, une la sierra con el río.

En el control de la puerta, Mahmud se presentó como mercader de Marsella en busca de suministros. Y el encargado, un hombre de rostro sanguino y modales toscos, les dio paso moviendo la mano sin decir una palabra al comprobar que no llevaban mercancías susceptibles de pagar impuestos.

Como Bernabé esperaba, Mahmud quedó impresionado por las dimensiones del edificio que flanqueaba la entrada a la ciudad. En realidad eran tres construcciones fundidas en una, con tres portadas independientes. La más alejada daba acceso a una iglesia y tenía albañiles trabajando subidos a un andamio de madera.

—Es el convento que os he dicho, el de los dominicos. La iglesia siempre está en obras.

— ¿Y dices que todo esto lo pagó un solo hombre? Mucho debía querer a los frailes.

 —Sobre el arzobispo Loazes, un hombre muy rico y poderoso, se cuentan varias historias. Unos dicen que tenía lepra y lo curaron los dominicos. Otros que lo hizo por el cariño que profesaba a su sobrino Joan, fraile de la Orden—. De repente bajó el tono de voz. Miró a izquierda y derecha y susurró —Dicen las malas lenguas que el tal Joan Loazes no es su sobrino; sino carne de su carne y sangre de su sangre. Un hijo nacido del pecado. Y que tuvo más.

Mahmud echó una última mirada al edificio y continuaron en línea recta por el camino embarrado que seguía el trazado de una acequia. Rebasada la zona agrícola situada frente al convento, se estrechaba flanqueado por casas modestas hasta llegar a un ensanche situado frente a otra especie de muralla mucho más antigua y ruinosa.

Sepultada por construcciones adosadas, delimitaba un amplio espacio surcado por acequias y lleno de hostales, mesones y paradores de carros. Una zona con bastante trajín de carreteros, carpinteros, herreros y cedaceros.  

— A esta puerta, aunque es más antigua que la de Callosa, le dicen la nueva—comentó Bernabe—. Tiene labrado el escudo de los Reyes Católicos. Si os fijáis, a la derecha, pegado a la sierra, hay otro arco más antiguo con letras de moros. Todo esto es la Carretería y en este establecimiento cuidarán de las monturas por un precio razonable.

A una voz de Bernabé acudió un mocoso desarrapado —. Dejadle el caballo—sugirió mientras desmontaba y le entregaba las riendas de la mula—. No tengáis cuidado, señor, es de toda confianza.  

— Muchacho — ordenó Mahmud lanzando una moneda que el gañán atrapó al vuelo— que no les falte cebada de la mejor calidad.

Mientras negociaba con el dueño la estancia y manutención de los animales, Bernabé acompañó al gañán hasta el cobertizo. Allí soltó y cargó las alforjas, comprobando que las monturas quedaban acomodadas, con agua y alimento.

—Vamos a comprobar tu conocimiento de la ciudad. Muéstrame el mejor sitio para comer. Luego buscaremos alojamiento.

Una vez rebasado el arco de la Puerta Nueva el entorno cambió notablemente. En el tramo inicial el suelo estaba empedrado dando paso a una larga calle que llamaban de la Feria, en la que muchas casas albergaban comercios y obradores en la planta baja. Entre los tejados sobresalía una torre de piedra lisa.

—Es la iglesia más importante, la flamante Catedral—indicó Bernabé—antes fue colegiata. Y mucho antes, en tiempo de moros,  la principal mezquita. Llevan siglos edificándola y reformándola.

El sólido templo, de aspecto medieval, mostraba dos enormes puertas claveteadas, enmarcadas por lo que parecía ser un arco romano. Bernabé le explico que esa era sólo una de las entradas laterales, labrada recientemente con una delicada talla que en la que destacaban las imágenes de la virgen y un ángel.

— Tiene otras dos puertas más antiguas. Podemos verlas—añadió señalando un callejón en la esquina de la torre — por aquí se llega a una especie de plazuela elevada, rodeada de gruesas cadenas. El acceso principal.

—Es todo digno de contemplar. Y tu charla, muy amena. Pero tengo un apetito atroz. Llévame rápido a donde podamos comer algo y luego escucharé con atención todas tus explicaciones.

La calle de la Feria terminaba en una plaza a la que encaminaron sus pasos observando el atareado trajinar de vendedores y clientes. Junto a ella se alzaba otro templo con una espectacular torre campanario mucho más bella que la de la iglesia mayor. Esta tenía esculturas y pináculos que estilizaban su figura ofreciendo la sensación de ser todavía más alta.

Caminó fascinado por los aromas que desprendían los puestos repletos de cosas apetecibles. Allí estaba todo lo imaginable para un hombre hambriento: hogazas de pan blanco, quesos, aceite, carnes y hortalizas. La boca se le hacía agua. Las pescaderías, además de producto fresco, ofrecían salazones y ahumados, alimentos a los que se había aficionado durante su estancia en Marsella. Decidió comprar varias hogazas de pan, una bola de queso, un buen trozo de atún ahumado y unas sardinas saladas que comieron en un lujoso mesón de la plaza, acompañadas de una hogaza de pan, caldo de gallina y gran cantidad de frutos secos.

Con el estómago lleno y las fuerzas recuperadas, continuaron caminando por la calle del Río y cruzaron una plaza formada por viejas torres que reforzaban la muralla justo donde giraba en paralelo con el río. Entre las viejas piedras distinguió una fábrica de pólvora y la forja de un herrero. Siguiendo el muro, por el malecón, llegaron hasta una enorme torre hexagonal que parecía vigilar el río en la zona en la que se ensanchaba hasta formar una playa donde yacían  amontonadas varias decenas de vigas de madera de gran tamaño.

Visión idealizada Pepe Sarabia.

Bernabé le explicó que viajaban por el río desde las sierras de la cabecera, donde se criaban frondosos bosques.  En plena conversación, el repentino tañido de una campana sobresaltó a Mahmud. Sus ecos metálicos se difuminaron río arriba, circulando por el espacio libre del cauce.

—El campanario de las Santas Justa y Rufina es el reloj de toda la huerta. Sus ecos se escuchan hasta en Castilla—afirmó Bernabé sin poder contener una sonrisa.

Al anochecer, desoyendo al muchacho que le aconsejaaba alojarse en el centro, se instalaron juntos en un modesto hospedaje en plena Carretería, el más cercano a la Puerta de Crevillente. Y es que de todo lo que había escuchado en Oriola, en la mente de Mahmud sólo resonaban las palabras: arco antiguo, letras de moros y carretería. Sabía que dormiría a escasa distancia de la casa en la que, según las indicaciones de su cuñado, vivía Yasira.

Bajó a la calle y se quedó un buen rato sentado frente al arco, contemplando a la gente que entraba y salía, hasta que todo quedó desierto y en silencio. Imaginó la posibilidad de encontrársela cara a cara y un sudor frío le recorrió la espalda. ¿Qué podía decirle? ¿Qué aspecto tendría?

Cuando volvió a la habitación, Bernabé dormía plácidamente en el suelo, enroscado en una manta con las alforjas por cabecera. Instintivamente abrió la ventana y miró en dirección al arco. En la oscuridad solo pudo distinguir los terrados de multitud de viviendas modestas. Y agotado, se dejó caer en un incómodo jergón lleno de paja cubierto por una manta. La pesadez de su vientre y la sed provocada por el pescado salado no le permitieron conciliar el sueño. Las dudas le corroían. Por un lado Yasira y por otro Granada.

 ¿Era una buena idea viajar a la única ciudad en la que podía ser reconocido y acabar en presidio? ¿Qué sería de Bernabé si les detenían? Se convenció de que no habría peligro después de tantos años, logró acomodar su cuerpo al jergón y mal durmió un par de horas con una decisión tomada.  

Por la mañana, mientras se vestía, Bernabé abrió las ventanas para ventilar la habitación y por ellas penetró el trajín de las herramientas y el olor a carretería: una mezcla de serrín y estiércol.

 — Ya os dije que habían mejores hospedajes en la Plaza. Este es lugar para monturas y gañanes como yo— recalcó Bernabé señalando al exterior.

—No te preocupes, he dormido en sitios peores. Y hablando de monturas ¿Sabes dónde podemos comprar una para ti?

—Creo que sí —respondió Bernabé gratamente sorprendido— Estamos en el sitio adecuado.

—Pues démonos prisa. Te vuelves a Elche—afirmó con autoridad. El rostro alegre de Bernabé mudó en un segundo por la sorpresa, abriendo mucho los ojos.

—No sé cuáles son vuestros negocios ni lo que pretendéis de mí. Pero si no soy la persona adecuada, volveré a casa en mi propia mula.

—Confía en mí. Nos vamos a Granada. Tú sigue mis instrucciones y todo irá bien —aseguró con la mano derecha en el hombro de Bernabé como gesto afectuoso.

Desayunaron con las viandas adquiridas en la plaza. Bajaron a la calle y, sin alejarse mucho de la Carretería, encontraron a un vendedor que exponía sus animales en un cobertizo cercano los mercedarios, un convento adosado a la cara interna de la vieja muralla, adaptando una torre como campanario de la iglesia.

El tratante, un tipo de trato cordial y aspecto descuidado, les mostró media docena de ejemplares. Bernabé se fue directo hacía el más alto, una mula con las ancas redondeadas y los músculos largos y fuertes.

— Qué hermosa eres— dijo palmeándole el lomo cariñosamente.

— El chico tiene buen ojo—afirmó el vendedor. Una mula de yegua de apenas tres años. Dócil, fuerte y obediente.

—Tiene por lo menos cinco— afirmó Bernabé examinándole los dientes. Luego la arreó con suavidad y el animal se mostró sumiso, dejándose aparejar. Pero cuando quiso montarla, dio un respingo nervioso y comenzó a cabecear.

—Vamos a pasar mucho tiempo juntos y debemos empezar a conocernos—le dijo acercándose a su larga oreja, tirando hacia abajo de la brida. Mahmud sonreía escuchando la conversación con la mula mientras negociaba con el vendedor. Con un gesto le dio a entender el trato estaba cerrado y Bernabé la montó sin resistencia.

 — Parece que ha entendido quien es ahora su dueño—afirmó Mahmud— ¿Crees que con este animal llegarás a Granada?

—Por supuesto— aseguró desmontando de un ligero salto para tomarla por la brida—tiene un trote más cómodo y ligero que el de vuestro caballo. Una buena mula busca siempre dónde pisar,  y eso la hace más segura en el terreno que nos espera. Además come de todo y aguanta mejor el hambre y la sed.

— De camino a Elche vais a tener tiempo de conoceros. Vuelve y preséntate a Alonso de mi parte. Dile que todo va bien y que sigo adelante con el viaje. Luego prepara con tu padre el itinerario hasta Baza y despídete de él. Tu mula se queda aquí, nos servirá de refuerzo.

— ¿Cuándo salgo?

—El día está despejado y el camino seco. Si tu nueva amiga es tan buena como dices, esta noche podrás dormir en tu casa. El lunes a mediodía te espero aquí—concluyó entregándole un pellejo con agua y una bolsa de tela con un trozo de queso y una hogaza de pan.

VIII

Con Bernabé fuera, Mahmud inició sus pesquisas tratando de localizar la casa de Yasira. Tenía poco tiempo y necesitaba ayuda. Se le ocurrió preguntar al gañán que cuidaba de las monturas, y lo encontró en la parte de atrás del establo, en un cobertizo destinado a almacenar el alimento de los animales, echando una cabezada entre la paja. Lo sacudió con suavidad, y el muchacho se despertó asustado, incorporándose de un salto al ver la cara de Mahmud a dos palmos de la suya.

—Eh, no te asustes ¿Cómo te llamas?

— Me llamo Santiago—respondió frotándose los ojos con una mano mientras con la otra se sacudía los restos de paja, apoyando la espalda contra la pared.

—¿Me recuerdas?

—Claro que sí. Sois el forastero que llegó ayer acompañado de un criado que se ha marchado esta mañana con una mula nueva. Me disteis una moneda.

—Eso es ¿Quieres ganar alguna más?

—¿Qué puedo hacer por vos?

— Soy mercader y estoy en Oriola de paso. Busco a un comerciante ¿Conoces a un tal Martín Padilla?

—Puede ser —respondió con cautela.

Mahmud meneó la cabeza sonriendo mientras le ofrecía una moneda.

— Necesito encontrarlo. Con discreción.

—Os indicaré gustoso — contestó agarrando el dinero—pero antes debo terminar mi trabajo.

Mahmud acarició su caballo mientras Santiago llenaba de paja los pesebres con una horqueta oxidada y los bebederos con un pozal de madera. Luego se sentó impaciente en una pileta de piedra.

—Han hecho bien comprando otra montura—comentó Santiago mientras retiraba las boñigas y las almacenaba para venderlas a los agricultores— Esta tiene más primaveras que mi abuela— añadió señalando a la mula de Bernabé.

Acabada la faena caminaron juntos hasta un barrio pegado a la sierra, anexo al arco con las letras en árabe mencionado por Razín, una zona de paso con olmos y palmeras que en otro tiempo había formado parte del camino real cegado por la construcción del Colegio de Predicadores.   

Santiago señaló una vivienda de dos plantas adosada a la peña. Estaba fabricada con ladrillo cocido reforzado con piedra de alguna cantera cercana. El piso de abajo, mucho más alto que el superior, hacía las veces de almacén al que se accedía por un portón suficientemente ancho para permitir el paso de un carro. El de arriba, con entrada independiente, era la vivienda en sí.

—Esta es. No diré nada a nadie—indicó Santiago de forma escueta extendiendo la diestra. Mahmud le entregó otra moneda a cambio de su silencio y el muchacho se marchó.

Para no perder de vista la casa, pasó el resto de la tarde caminando arriba y abajo por la zona, sin detectar señales de vida en las ventanas, que permanecían con los postigos cerrados.

Se entretuvo inspeccionando una ermita cercana cuya tosca edificación sobresalía entre las viviendas.  En su interior, iluminado con velas, dos ancianas rezaban ante una sencilla cruz que presidía la capilla.

También le llamó la atención un antiquísimo torreón de piedra elevado sobre el arco. Una reliquia del pasado que intentaban mantener en pie con toscas reparaciones. Situado en su parte exterior, era el primero de un rosario que trepaba hasta el castillo, emplazado en lo más alto del monte.

Por el lado opuesto, siguiendo hacia el río, toda la muralla estaba desapareciendo como pared medianera para las construcciones adosadas a ambos lados, entre las que apenas se distinguían ya las desmochadas torres.

Al oscurecer, por miedo a llamar la atención, subió al cuarto y liquidó las últimas viandas. Tenía tiempo. Aún quedaban dos días hasta el regreso de Bernabé.

El sábado por la mañana volvió a patrullar la zona con el mismo resultado. La gente empezaba a fijarse en él y decidió que era más prudente dejar la vigilancia en manos de Santiago. Pero se llevó una grata sorpresa. A cambio de un almuerzo y otra moneda, el gañán le facilitó un dato de sumo interés: todos los domingos por la mañana, Martín y su esposa asistían a misa en la catedral.

La espera iba a ser larga. Para pasar el tiempo volvió caminando hasta la plaza y la calle del Río, siguiendo el trayecto que ya conocía. Pero esta vez se aventuró por el pasadizo de la puerta principal de la ciudad. A través del puente de piedra de un solo ojo, llegó a una plaza rodeada de comercios y talleres, en la que permanecía montado el patíbulo de una reciente ejecución.

Giró a la derecha y tropezó con un grupo de mozos en estado de embriaguez que intercambiaban insultos con las prostitutas en la calle del burdel. Cerca del lupanar giró a la izquierda, atravesando la Cantarería hasta llegar a una plazuela frente al convento de agustinos, al extremo de la ciudad.

Rebasó el muro a través de otro arco ornamentado con un escudo y la imagen de un santo acompañado por un perro, ambos labrados en piedra negra. A la izquierda partía una alameda que conectaba varios caminos. Al frente se abría una gran explanada donde estaban construyendo otro convento sobre los restos de una vieja ermita, muy cerca de una torre. Bordeó las tapias del huerto conventual y, rebasando el puente sobre una caudalosa acequia, se asomó a otra alameda que abrigaba el inicio del camino de Cartagena.

De regreso a la Carretería se acostó sin cenar y pasó otra mala noche en el maldito jergón. Todavía oscuro, sintió un agudo dolor en la espalda y decidió levantarse. A la luz de una vela se lavó concienzudamente, ocupándose de que sus ropas más discretas estuviesen presentables. Pasado un rato se vistió. Y por fin, con las primeras luces del día salió a la calle.

Al ser domingo, la Carretería estaba muy tranquila, casi desierta. Nervioso, atravesó el arco y se apostó oculto tras un olmo cercano a la casa. Tras una larga espera, el tañido de la campana de la catedral llamando a misa rompió el silencio.  Inmediatamente, el crujido del marco y el sonido de una llave en la cerradura, anunciaron la inminente salida. Cuando abrieron la puerta, su corazón se aceleró como si quisiera salir del pecho. Apareció primero un hombre muy bien vestido, con el sombrero en la mano. Era alto, moreno, de estatura media. Tras él emergió una figura vestida de negro con la cabeza cubierta por una especie de manto que le impidió reconocerla a esa distancia.  

Los siguió discretamente hasta la catedral, donde entraron por la puerta lateral, la del arco romano. Sin pensarlo dos veces penetró tras ellos y se mezcló con los feligreses ocupando un lugar en la parte de atrás. Buscó entre los presentes hasta que localizó a la mujer en un lateral del templo, con la cabeza y el rostro cubiertos, casi al estilo musulmán.

Sentía los ojos de todo el mundo clavados en su persona. Quiso acercarse más pero resultaba imposible sin llamar la atención. Así pues, decidió pasar desapercibido siguiendo activamente una ceremonia en la que fue fácil integrarse. Bastó con arrodillarse y ponerse en pie cuando los demás lo hacían, moviendo ostentosamente los labios cuando rezaban.

Pronto se dio cuenta de que, como él, todos los presentes eran actores pasivos que no entendían el latín utilizado por el cura, un tipo calvo entrado en carnes, ataviado con una ostentosa casulla bordada en oro. Muchos, situados en las capillas laterales, ni siquiera veían lo que sucedía en el altar, y andaban a lo suyo charlando entre ellos. El cansancio, la monótona voz y los aromas de la cera y el incienso, mezclados con el hedor a humanidad, acabaron sumiéndolo en una especie de letargo.

Terminada la misa, el matrimonio abandonó el templo y por fin la mujer se retiró el manto, dejándolo caer sobre los hombros. Desde lejos la contempló como si se tratase de una aparición. Su cabello, antaño negro azabache, aparecía recogido en un moño entremezclado con hebras de plata. El cuerpo que recordaba había perdido firmeza con el paso de los años. Pero era Yasira y se mostraba sonriente en compañía de su marido.

Salió tras ellos a corta distancia, con riesgo a ser descubierto. Hasta que torcieron por el único callejón que estaba empedrado, muy cerca de la Puerta Nueva. Allí los perdió de vista.

Se sentía furioso y desconcertado. Sabía que entrometerse en su vida era una peligrosa estupidez que, además, podía poner en peligro su viaje a Granada. Pero sólo pretendía hablar a solas con ella para explicarle todo lo que había pasado. Se consoló pensando que el viaje no había sido en vano. Al menos había comprobado personalmente que estaba bien. Y después de tanto tiempo, la conversación podría esperar un poco más.

El resto del domingo transcurrió muy lento. Deseaba que volviese Bernabé para salir de allí inmediatamente. Deambuló por la Carretería hasta la hora de la comida. Sin apetito, optó por sentarse en un mesón y, con ayuda de unos frutos secos, se metió dos jarras de vino entre pecho y espalda después de mucho tiempo sin probar el alcohol. Ebrio y agotado, con la moral por los suelos, volvió como pudo a su cuarto y se tumbó vestido en el suelo, sobre una manta. Por fin consiguió  entrar en un profundo sueño que esta vez, se alargó toda la noche.

El lunes por la mañana Mahmud despertó tumbado en el duro suelo con la boca seca, los ojos llenos de legañas y un fuerte dolor de cabeza. Bebió medio cántaro de agua y se tumbó a esperar en el escondite del gañán, entre la paja de la cuadra. No quería salir a la calle. En su impaciencia, empezó a imaginar que Bernabé no llegaría a tiempo. Incluso barajó la posibilidad de que no llegase nunca;  y se preguntaba por qué se había puesto en manos de un muchacho al que apenas conocía. Pero se equivocaba. El chico apareció mucho antes del mediodía.

— Me alegra mucho verte—dijo disimulando su alivio— No sabes cuánto deseo salir de aquí. ¿Has preparado el itinerario con tu padre?

—Por supuesto. Desde  Murcia, el camino a Granada está claramente marcado. Cuenta con ventas y posadas repartidas estratégicamente por todo el trayecto. Y siempre hay un albergue a la distancia apropiada para no superar una jornada de viaje sin alojamiento.  Las he dividido en tramos de aproximadamente diez leguas cada día—le explicó—.  Si todo va bien, haciendo noche en Alhama llegaremos a Lorca en dos jornadas a paso tranquilo.

— ¿Y de Lorca a Baza?

—A partir de ahí la cosa se complica—. Bernabé dudó un segundo antes de continuar, escogiendo las palabras con cuidado— Parajes desiertos, caminos convertidos en veredas pedregosas, bandidos…

— ¿Has dicho bandidos?

—Sí. Aún quedan moriscos fugitivos escondidos en la sierra. Dicen que por la noche acechan a los viajeros como alimañas.

—Pobre gente —exclamó Mahmud negando con la cabeza—acorralados y despojados de sus tierras, los hombres se vuelven animales salvajes.

—Pero no os preocupéis—añadió sorprendido por la respuesta— según mis cálculos, todos los días nos sobrarán horas de luz y evitaremos pernoctar al raso.

—Nunca he dudado de ti—mintió—¿Hay algo más que deba saber?

—Como ya he dicho, el camino suele estar muy concurrido y dispone de numerosas ventas. Pero según cuenta mi padre, muy pocas sirven comida, y a precios desorbitados. Sería mejor llevar algunas provisiones. También necesitaremos agua y ropa de abrigo.

—No perdamos tiempo. Prepara tu vieja mula, lávate un poco y salgamos a comprar lo necesario. Partimos mañana.

Sin salir de la Carretería adquirieron dos serones de esparto, varias bolsas de tela, dos odres nuevos para transportar agua, y uno más pequeño para vino. Con la mula acondicionada para la carga se dirigieron al centro. El muchacho iba detrás, tirando de las riendas.

Llegaron a la plaza pasado el mediodía;  y muchos puestos estaban ya cerrando. Aun así lograron comprar dos quesos bien curados, manzanas, aceitunas, frutos secos y varias hogazas de pan blanco. Todas las pescaderías estaban cerradas y Mahmud buscó infructuosamente el pescado en salazón que había adquirido días antes. Iba a darse por vencido cuando escuchó a un tipo que cantaba las excelencias de su producto en la calle del Río.

—Traigo las mejores sardinas del Cap Cerver. Preparadas en salazón directamente en las salinas.

No tenía mercancía a la vista. Sólo dos pequeñas barricas de madera, de las que utilizaban para transportar el pescado en conserva.

— ¿Qué guardan esas barricas? — preguntó Mahmud como quien no quiere la cosa.

—Sardinas en salazón. Soy trajinero y las traigo desde la costa para venderlas a los pescaderos. He tenido un pequeño contratiempo que me ha retrasado y, una vez pagado el impuesto de entrada, me va a tocar quedarme en Oriola hasta mañana. Si os interesa, las vendo enteras. Y si os quedáis con las dos, estoy dispuesto a hacer un precio muy especial para poder dormir en mi casa. Tengo las mulas preparadas al otro lado del puente.

—Y ¿cómo sé qué no me engañas?

—Puedo abrirlas y juzgáis vos mismo.

Cuando iba a meter una palanca para desclavar la tapadera, intervino Bernabé.

—Mejor abre la otra.

—Vaya, parece que el muchacho tampoco se fía. Debo tener aspecto de pícaro.

Desclavó la otra cuidadosamente y Mahmud acercó la nariz comprobando que eran sardinas y estaban en perfecto estado.

— Seis reales y son todas vuestras. En el puesto os hubiesen costado al menos diez.

— Esas barricas de madera pesan demasiado—replicó Bernabé—. ¿Dónde pensáis meter el resto de provisiones?

 —Te doy cuatro reales por el pescado y te quedas con las barricas.

— Cinco y es vuestro. Por menos perdería dinero aun llevándome las barricas. Es mi última oferta. Mañana puedo sacar ocho.

Mahmud aceptó el precio. Y una vez pagado, Bernabé abocó el contenido de las barricas en varias bolsas de tela, inspeccionándolo cuidadosamente durante el trasvase. — Os va a hacer falta mucha agua—bromeó mientras las alojaba en el fondo de los serones, repartiendo por encima el resto de las viandas.

De vuelta se hicieron con dos capotes de arriero en un ropero de viejo situado en la calle de la Feria: uno de paño basto con mangas y otro de sayal con aberturas laterales para sacar los brazos. Regateando, Bernabé consiguió que el precio incluyese un par de gruesas mantas de Flandes—según afirmaba el vendedor— que por su estado, bien podían haber pertenecido a las tropas del duque de Alba.

Adquiridos los bastimentos, probaron las sardinas en un mesón cercano a la Carretería, cuyo dueño aceptó tres docenas como pago por llenar el odre de vino. Y aunque no era muy tarde, agotado por el viaje y por las compras, a Bernabé apenas le quedaron fuerzas para llegar hasta el jergón. Mahmud extendió los capotes en el suelo y, hecho un ovillo, tardó poco en coger el sueño para dormir de un tirón toda la noche.

A la mañana siguiente, antes de amanecer, ensillaron las monturas, llenaron los odres de agua y probaron la resistencia de la vieja mula cargada con todos los pertrechos. Justo al salir el sol, abandonaban Oriola por un portillo abierto entre la puerta de Murcia y la impresionante torre hexagonal.

Pepe Sarabia.

A la izquierda el río fluía espeso, como arcilla líquida. A la derecha dejaron la plaza extramuros con su cruz de término y una vieja ermita al pie de la sierra. Siguiendo un carril entre casas modestas con pequeñas parcelas de huerto, atravesaron el arrabal Rojo, tropezando con una recua de mulas cargadas con leña y con un carro repleto de piedras, tirado por vacas. También con dos frailes de hábito pardo que bajaban de un convento cercano al río. Un viejo edificio apuntalado que divisaron al llegar a la explanada que ponía fin a la pendiente.  

Mahmud azuzó su montura y se puso a la altura de Bernabé.

—¿Cuántos conventos hay en Oriola?

—Conozco media docena. Pero pueden ser más. Cada vez que vuelvo han fundado uno nuevo. Este es de los más antiguos, pertenece a los franciscanos de Castilla. Pero está construido en mal sitio y siempre están metidos en obras. Creo que se equivocaron al instalarse tan cerca del Segura, a merced de sus riadas.

—No dejan de sorprenderme tus conocimientos.

—Ya os dije que tengo buena memoria. En menos de media legua pasaremos los mojones del antiguo reino de Murcia. Y si todo va bien, antes de mediodía llegaremos a la capital.

Continuará…