«Escríbame pronto dándome noticias de Orihuela, que bien sabe usted lo mucho que me intereso por nuestro pueblo y cuánto he trabajado y sufrido estos aciagos años por conservar sus cosas. No dudo que tengo en usted un decidido defensor que me pondrá a salvo de acechanzas y calumnias».
Prefacio.
El párrafo anterior pertenece a una carta escrita de puño y letra por Justo García Soriano en mayo de 1939 «año de la victoria». Está dirigida a Antonio Penalva; de quien solicitaba ayuda y respaldo intuyendo lo que se le venía encima.
De nada sirvió buscar apoyo entre sus conocidos de Orihuela. Justo se había declarado republicano muchas veces; y eso no se lo iban a perdonar nunca. Incluso se había atrevido a dar el «paseillo» a la Armengola asegurando que era sólo un mito sin fundamento histórico. Desposeído de su condición de funcionario, un hombre bueno y honrado fue procesado, encarcelado y desterrado.
En el año 2013 emprendimos una inútil campaña para conseguir que se hiciese justicia con uno de los más notables personajes de la historia de este pueblo ingrato con sus hijos. Sólo sirvió para que Justo García Soriano, oriolano, bibliotecario de la Real Academia de la Historia, funcionario del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, investigador y protector del patrimonio local durante la Guerra Civil como responsable de la Junta Central del Tesoro Artístico, tenga una pequeña sala en la biblioteca municipal de Orihuela, llamada María Moliner en recuerdo de una gran mujer, aragonesa y represaliada como Justo, funcionaria del mismo cuerpo, autora del famoso y meritorio diccionario por el que ha sido homenajeada en múltiples bibliotecas, colegios e institutos de toda España.
Y la biblioteca de Orihuela perdió la oportunidad de llamarse Justo García Soriano como nuestro eminente bibliotecario merecía. Algunas fotografías de él y de su familia que encontraréis en esta especie de biografía, proceden del legado documental que su hijo, Justo García Morales, donó en 2005 a esa misma biblioteca y archivo municipal.
Valga este trabajo como mi particular homenaje a uno de los oriolanos más insignes y peor tratados de nuestra historia. Un hombre culto, moderno y comprometido que fue represaliado por haber sido leal al Gobierno de una República en la que creía firmemente. Un hombre sabio que buscó la verdad de nuestra historia y luchó por conservar el patrimonio de Orihuela y de Murcia durante la Guerra Civil, sin pensar en su propia subsistencia. Y que por ello murió enfermo, humillado y olvidado, lejos de la tierra que tanto quería y que nunca le quiso lo suficiente.
En principio contamos con tres textos autobiográficos. Dos son manuscritos de puño y letra de Justo, procedentes del legado; el tercero un artículo publicado en la revista de antiguos alumnos del Colegio Santo Domingo recordando su periplo con los jesuitas.
En las «Memorias de Juan Oriol», el trasunto literario de Justo nos cuenta su nacimiento y algunas historias de su más tierna infancia. La «Noticia crítica y autobiográfica», escrita cuando tenía treinta y cinco años, nos habla más de su carrera, de sus logros personales en una vida de continuo esfuerzo. Estos textos en los que habla el propio Justo los he marcado en rojo; los que proceden de prensa o de documentos, aparecen en gris.
Dar una pequeña muestra de nuestra labor artística o intelectual, está al alcance de la mano más corta y perezosa; pero desnudarse coram populo (delante del pueblo) fría y honradamente, confesarse ingenuamente ante los lectores es acto temible y dificilísimo; porque el pudor y la vanidad impiden descorrer del todo, sin rebozo o disimulo, el velo que envuelve nuestra vida íntima y nuestros recatados pensamientos.
Si es arduo, casi imposible el exacto conocimiento y juicio propios, es de mucha mayor dificultad el hablar uno de sí mismo con toda verdad e ingenua franqueza. Se me pide ahora que lo haga, y he de procurarlo con la sinceridad algo ruda de que he hecho gala siempre. Justo García Soriano. 1920.
Justo García Soriano. 1. Infancia. (1884-1893).
Justo nació en Orihuela un lunes de Pascua Florida de 1884. Escogió la simbólica fecha del 14 de abril para venir al mundo en la Corredera; muy cerca del arco que daba fin y singularidad a esta calle tradicional. No podía imaginar que un día compartiría cumpleaños con la II República: el compromiso que le marcó de por vida.
Yo nací en Orihuela, en la calle de la Corredera, en una casa de planta baja y dos pisos, que la ocupaban toda mis padres. Estaba situada casi al final de la rúa, larga y recta, cerca del arco que había entonces, por donde se salía a la barrera y a la huerta y donde parte el camino de Almoradí. Sobre el arco había un amplio balcón con un altar, en que se daba culto a la Virgen de la Salud, y se decía misa los domingos.
En los dos ángulos que las casas formaban con la fachada del arco había dos talleres: uno de aperador, el que había a la izquierda, y el otro, a la derecha, de un herrero que se apellidaba Sarra. La herrería de Sarra tenía otra puerta por la barrera, frente a la senia o noria que regaba los huertos próximos y estaba siempre frecuentada por los parroquianos, huertanos y campesinos que le encargaban el arreglo de sus legones y de las rejas de sus arados…
El lunes, 14 de abril de 1884, cerca de las diez de la noche, mi señora madre tuvo a bien darme a luz. La asistió una comadrona y mi tío Pepe, médico cirujano que vivía frontero a la casa de mis padres. Uno de los primeros vecinos que acudieron al saber la novedad fue Sarra, el herrero. Mi padre me lo refirió muchas veces, Sarra, al contemplarme desnudito y lloroso, agitándome sobre las ropas de la cuna, dijo a mi madre: —Ramona, este chico necesita ya zapatos.
Era el quinto del los seis hijos que bautizaron en la Catedral el matrimonio formado en 1870 por Justo García Sánchez y Ramona Soriano Moreno. Y le impusieron los nombres de Justo, Ángel y Tiburcio.
Sobre el borde de la pila de mármol rojo me desnudaron la cabeza y recibí en el occipucio el agua bautismal que me administró el licenciado Lidón. Me acristianó mi tía Antonia, hermana de mi padre. Fue el padrino mi primo Pedro, médico homeópata de Murcia.
Fue mi bateo rumboso. Acudieron a la puerta de casa todos los chiquillos de la Corredera. El padrino les arrojó varios duros en calderilla; y a los invitados se les sirvió la chocolatada de rigor, dulces, aperitivos, licores y, sobre todo, las monas de pascua propias de aquellos días. Este pormenor de los que asistieron a mi bautizo me lo recordó muchas veces mi madre, porque luego han sido siempre mi manjar predilecto estos bollos tan típicamente levantinos.
Sus hermanos fueron: Abelardo (1871), Mª del Milagro (1875), Abelardo (1879), Beatriz (1880) y Ángel (1887). Aparte de Justo, sólo sobrevivió Milagros; casada en 1905 con un maestro de instrucción pública llamado José Linares Aliaga.
Fueron sus abuelos paternos Ángel García García, cirujano, natural de Prádena del Rincón (Madrid) y María del Rosario Sánchez Santacruz, natural de Orihuela y sobrina del famoso político del siglo XIX al que dedicaron la calle que une el Barrio Nuevo con Santa Lucía.
Don Ángel estudió Medicina en Madrid a comienzos del siglo XIX. Al terminar la carrera, con España invadida por los franceses, ingresó en el cuerpo de Sanidad Militar y fue destinado al Regimiento de Caballería Lusitania. Participó en la batalla de Bailén y posteriormente su regimiento se instaló en el Cuartel de Caballería de Orihuela. Allí conoció a la oriolana María del Rosario Sánchez.
El regimiento de Lusitania se quedó de guarnición en Orihuela, y mi abuelo, soltero y en estado de merecer, conoció en esta ciudad a una linda doncella de quince abriles que le echó las redes y el anzuelo. Se enamoró de modo fulminante con la tremenda complicidad del clima del país levantino, tan propicio en estas explosiones pasionales.
Pero el padre se opuso a la relación con un militar de paso en plena Guerra de Independencia. Era el año 1811 y la fiebre amarilla comenzaba a hacer estragos. Nuestro médico se contagió cumpliendo con su deber y, aunque quedó desahuciado en un hospital, acabó sanando y pidió el retiro y una plaza de médico en Guardamar. Consintió entonces el padre; y Ángel se casó con María del Rosario; domiciliados en la calle de la Puerta Nueva (el actual Paseo).
Era provervial en Orihuela la fecundidad matrimonial del médico don Ángel. Un hijo cada año hasta el número de veintidós. Ocurrió que un año se detuvo el abono; pero el siguiente se compensó con el nacimiento de dos niñas gemelas. El menor de los hijos, mi padre, fue a la vez amamantado por la que le trajo al mundo, y por su hermana mayor, Pepita, ya casada.
El día en que nació mi progenitor a mi abuelo le tocó el premio grande de la Lotería, dicho en lenguaje directo, no translaticio. Y en unas notas que escribió y conservó, lo comentó así: «limosna que Dios me envía para ayuda de criarle». Don Ángel tuvo la satisfacción de sentar a su dilatada mesa a dieciocho hijos, nueve hembras y nueve varones, ya adultos.
El último de aquella inmensa prole fue su padre; llamado Justo por haber venido al mundo el 17 de Julio de 1841 conmemoración de las santas Justa y Rufina. Justo García Sánchez era perito agrónomo de profesión. Trabajó para la Compañía de Ferrocarriles Andaluces durante el periodo de la construcción de la vía férrea.
En 1890 era «temporero» en el Ayuntamiento de Orihuela gracias a «la credencial que le proporcionó su sobrino carnal, el alcalde de Orihuela don Francisco López García» .
Mi padre era perito agrónomo, y por su profesión era muy conocido de los huertanos y de los labradores de todos los pueblos de la comarca (…) por los años que yo nací mi padre trabajaba con destino fijo, en las obras del trazado del ferrocarril de Alicante a Murcia: hacía los peritajes de los terrenos que se expropiaban por la Compañía de Andaluces. Era entonces director de esta el Marqués de Loring, quien estimaba mucho la hombría de bien y la laboriosidad de mi progenitor.
El diario de Orihuela. Número 1058 – 27 de febrero de 1890: Ayer se remitió por esta Administración subalterna a la de propiedades de la provincia, el acta de medición y tasación del terreno que ya conocen nuestros lectores situado en la falda de la sierra titulada «Cruz de la Muela» en su parte Oeste, cuyas operaciones se han llevado a efecto por los peritos agrónomos D. Enrique Tormo y D. Justo García Sánchez, nombrados por el Sr. Delegado de Hacienda y el Síndico de este Ayuntamiento respectivamente.
De los abuelos maternos tenemos menos detalles. José Miguel Soriano Vicente era un carpintero natural de Daya Nueva que se casó con la oriolana Ramona Moreno Sánchez y se instalaron en la Barrera de la Corredera de Orihuela. Transcribo la descripción que hizo de ella su nieto Justo García Morales.
Gran tipo de mujer el de mi abuela Ramona. Enérgica y voluntariosa, realizaba el milagro cotidiano de estirar el dinero, atender la casa, y cortar y coser cuando hacía falta, cualquier género de ropas y vestidos, sin que pueda olvidarse su primor en la cocina y repostería típica oriolana.
Así contribuyó a sacar adelante a su familia formada por su marido y por ella, los hijos Milagro y Justico, por una cuñada sordomuda, la tía Rosa, así como por algún deudo más que solía agregarse. Hijos tuvo muchos más: dos llamados Abelardo, que fueron muriendo sucesivamente; Beatriz, fallecida en 1883; Ángel, estrellado al caerse en la Glorieta la niñera que le llevaba en sus brazos…
Milagros, única hija que no se malogró. Le pusieron ese nombre por la forma en que vino al mundo: cuando se encontraba doña Ramona fuera de cuentas, cayó al Río Segura o a una de sus acequias desde la parte del edificio en que se encontraba, envuelta en cascotes.
Con lo poco que sabía nadar llegó a una de las orillas y se afianzó a un cañaveral, aguardando que, a su petición, le trajeran una larga escalera que ella sabía que se guardaba en una iglesia próxima, subiendo por su pie y dando a luz felizmente a los pocos días. Mujer muy piadosa, de familia carlista, nunca se perdía la primera misa, la del alba en la parroquia; en los pocos ratos libres con que contaba, gustaba de releer el devocionario…
El 11 de mayo de 1884 se inauguraba la nueva línea de ferrocarril con la asistencia del presidente del Consejo de Ministros y del obispo Victoriano Guisasola Rodríguez, quien bendijo las locomotoras y carruajes que recorrieron la población jaleados por la multitud. Cuatro días después, se acordó denominar al paseo en construcción como del marqués de Casa Loring, en honor a Jorge Enrique Loring Oyarzábal, fundador de la Compañía de Ferrocarriles Andaluces que había establecido la línea Murcia-Alicante. Justo hace una descripción de su madre y de sí mismo aquel día:
Al mes de nacer yo se inauguró el ferrocarril de Murcia a Alicante. El acto se verificó con la mayor solemnidad. Concurrió don Antonio Cánovas del Castillo, oriundo de Orihuela y a la sazón presidente del Consejo de Ministros. Arcos de follaje, guirnaldas, gallardetes y banderas adornaban la estación. Al aparecer y silbar la locomotora del primer tren que circuló por Orihuela, la muchedumbre que llenaba la estación y sus alrededores lanzó vítores y gritos de alborozo, a la vez que una banda de música prorrumpió entonando los acordes de la marcha real.
En sitio preferente se hallaba mi familia, contemplando el acto de la inauguración férrea. Al lado de mi madre, una niñera endomingada llevaba un niño chiquitín, con un trajecito emperifollado lleno de encajes y cintas de seda azul, y tocado con una gorrita de bebé. El pequeño era muy blanquito y tenía los ojos claros. La mamá, en cambio, era morena, un poco chata, y con ojos y pelo muy negros. Como se infiere, aquel niño había de escribir muchos años después estas líneas.
“El Graduador” Alicante, 14 de mayo de 1884: Inauguración del Ferro-Carril de Alicante a Murcia: Eran las 9,18 de la mañana, cuando llegamos a la estación de Callosa de Segura, también engalanada y también recibiéndonos con música y con regocijo. El corto trayecto que nos separaba de la ciudad episcopal lo recorrimos en muy breves instantes; y no sin bastante calor y ambicionando algún momento de reposo. A las 9,35 abandonábamos el monstruo de hierro en la estación de Orihuela.
Ceremonias: ¿Queréis tener una idea de cómo pasaron los primeros instantes para los expedicionarios en la estación de la ciudad diocesana? Pues figuraos un gentío inmenso amontonándose apiñado sobre vosotros; y música, mucha música, y ruido, mucho ruido, y calor, mucho calor, y polvo, mucho polvo, y comisión que viene por aquí, y representantes de este o del otro pueblo que llegan por allá, y el recibimiento al Sr. Obispo que acaba de entrar en el andén, y todos esos mil detalles que enojan, cuando se espera algo que tarda (ese algo era el descanso que todos necesitábamos) y se espera puestos de frac y guante blanco, con el guarda polvo al hombro, de pie y sin atrevernos a separarnos del sitio de la concurrencia.
Y gracias a que los instantes de espera, fueron dulcificados con la vista muy agradable de algunas hermosas orcelitanas. Y no nos referimos solamente a las muchísimas que se agolpaban en las tribunas levantadas al efecto, no; junto a nosotros, en el andén, había una docena de muchachas acicaladas a la usanza del país, dignas representantes del pueblo de Orihuela, con canastillos de frutas y flores en las manos (…). Una de ellas llevaba en un papel escrito, el saludo que, en nombre de todas había de dirigir al Sr. Cánovas.
A las diez y cuarto próximamente llegaban el Presidente del Consejo de Ministros y sus acompañantes (Director de Obras públicas, D. Emilio Cánovas, hermano del Presidente, D. Luis Silvela, hermano del ministro de Gracia y Justicia, algunos periodistas de Madrid y Murcia, y las autoridades y comisiones de esta ciudad) y después de las presentaciones, ofrecimientos, música y vítores oficiales, se llevó a cabo la ceremonia de bendición de la locomotora con arreglo a lo que prescribe el ritual romano.
Pronto empezaron los contratiempos en su vida. En el verano de 1885, cuando contaba poco más de un año, arreció en el Levante una de las peores epidemias de cólera del siglo XIX. La enfermedad se había propagado rápidamente por toda España y los muertos se contaban por miles.
El pánico se desató especialmente en las ciudades. Los que podían trataron de huir hacia zonas despobladas como único remedio. El padre de Justo, asustado por lo que leía en la prensa, se trasladó a La Murada con toda la familia; incluida la niñera de Justo, de nombre Elisa. Os dejo un extracto del contenido del periódico «El Oriolano» entre los meses de junio y julio de 1885:
Tenemos el cólera en puertas; mas lo cierto es que hasta la fecha nos encontramos libres de tan terrible huésped, si bien se ha esparcido alguna alarma por las noticias que se reciben de Murcia. (…) Orihuela sufre, Orihuela padece la más horrible y temida de las calamidades con que la Providencia divina castiga o pone a prueba a la humanidad. (…) Hace ocho días que oficialmente se hospeda en Orihuela el cólera morbo asiático, sembrando luto y horrores entre sus habitantes.
Los más poderosos, los que en día de calma daban vida, animación y trabajo a las clases menesterosas huyeron aterrados a los primeros síntomas de la enfermedad. Entre estos se cuentan desgraciadamente algunos individuos del ayuntamiento y empleados de la misma corporación. Así es que el ayuntamiento no celebra sesiones cuando constantemente debiera hallarse reunido para hacer frente a la calamidad que nos aflige y al hambre que nos amenaza.
PARTE SANITARIO. Día 24. Invasiones, 28; defunciones, 10. Día 25. Invasiones, 29; defunciones, 14. Día 26. Invasiones, 25; defunciones, 10. Desde la declaración oficial del cólera han ocurrido 158 invasiones y 74 defunciones.
Esta situación es desesperante, abrumadora. El cólera que crece, la mortandad que aumenta, el hambre que cada día se ceba con mayor crueldad en las clases más desamparadas; un ayuntamiento que huyó cobardemente abandonándonos a nuestra propia iniciativa.
Mientras el pueblo de Orihuela sufre horriblemente, mientras el cólera y el hambre siembran la desolación y la muerte en esta desventurada ciudad, ellos gozan tranquilamente de las delicias del campo. Así han interpretado sus deberes los individuos del ayuntamiento, esos nuevos concejales que Orihuela eligió para la administración de sus intereses y cuyos nombres debiéramos escribir en gruesos caracteres para su propia vergüenza.
Mi padre era hombre muy aprensivo y temeroso de la muerte. Cuando leía en los periódicos los estragos de la epidemia, palidecía de temor y perdía las ganas de comer, en particular frutas y verduras. Dejó de beber agua y, aunque no era aficionado a las bebidas alcohólicas, tomaba algunas copitas de ron o de coñac.
Cuando oía la campanilla del Viático y el doblar a muerto se metía en la cama con gran congoja cada vez más aterrado por la epidemia que iba rápidamente en crecimiento, resolvió trasladarse con la familia a una casa de campo en La Murada. Apresuradamente preparó el viaje, y un día de mediados de septiembre muy temprano cargó todas las personas de la familia en una galera. Y las camas y algunos muebles se llevaron en un carro.
Pasaron el otoño instalados en un cortijo propiedad de su tía «doña María Josefa», a ocho kilómetros de Orihuela. El caso de su tía Pepita, la más rica de la familia, fue muy curioso: hermana mayor de su padre (tanto como para darle de mamar en su infancia) además del cortijo de la Murada tenía un caserón antiguo con fachada «dieciochesca» y un mirador del siglo XIX en la calle del Molino número 11.
En su infancia había sido adoptada por dos ricas señoras sin hijos; pacientes de su padre que acabaron casándola con el único pariente que tenían; un guapo mozo estudiante de derecho; y haciéndola heredera universal de todos sus bienes. Aunque Pepita no se distinguió nunca por la generosidad para con sus hermanos, ella siempre dijo que había sido «el paño de lágrimas de la familia«.
En aquella estancia en La Murada, el pequeño Justo aprendió a andar entre animales domésticos y toda la familia conoció de primera mano la vida rural en aquella granja y casa de labor que «durante la temporada otoñal parecía una colmena. Gañanes, pastores, vendimiadores, cogedores de oliva, trabajadores de la bodega y de la almazara constituían la numerosa colonia«.
Tanto como a Elisa, mi niñera, tomé pronto cariño a Antoñona, una de las hijas de Pepe el labrador. Ella se encargaba de darme las sopas de leche por las noches y de dormirme catando rústicas canciones de cuna. Era una muchachita fuerte; cejijunta y cariancha, de abultados carrillos y amplios senos. Quedó coja al caer de una higuera siendo chiquilla; pero, a pesar de su defecto, trabajaba como un aracán. Trajinaba en la casa y en el campo; y todos los días iba con una burra a traer agua del aljibe que estaba distante.
Una vez se le ocurrió llevarme montado en las aguaderas, entre los cántaros, a disgusto de mi padre. Me agradó el paseo del aljibe y quise que me llevara siempre. Cuando no podía con la borrica, cargaba conmigo y con el cántaro; pero iba por el camino profiriendo una larga letanía de palabrotas y maldiciones que salpicaba con frases de cariño y con besuqueos. ¡Inolvidable Antoñona! Eras áspera y dulce como las níspolas maduras que solías darme...
Pero la estancia fue breve: llegaron en septiembre y, a mediados de diciembre con el cólera casi extinguido, volvieron a Orihuela en la galera del tío Pepe, cargados de regalos y provisiones para la Navidad. He transcrito su imaginaria descripción de la Nochebuena de 1885, a través de los ojos de un niño de la Corredera:
Se dispuso el viaje de regreso en la misma forma que el de ida. Regresamos en la galera de mi tío Pepe, que conducía el cochero Pellús. Para el equipaje fue preciso un carro grande, porque traíamos una considerable cantidad de regalos y provisiones para las fiestas: un barril de vino, dos zafras de aceite, varios cofines de higos secos, orzas de manteca y aceitunas, embutidos y jamones. Y casi el arca de Noe: pavos, capones, gallinas, algunos conejos y un recental que me regaló al salir Eusebio el pastor.
En Nochebuena yo me veo subido sobre el asiento de una silla, en un ángulo del balcón de mi casa, de bruces sobre la baranda contemplando la calle. La niñera cuida de mí y me llama la atención sobre el vario espectáculo que el tránsito ofrece. —Mira, mira, Juanito, qué manada de pavos. Mira, qué carro de coles. Mira que tabla de toñas sacan de la tahona. Mira que capazo de cascaruja lleva aquella mujer, y que cajas de moladas.
Mira por dónde viene, por la puerta de la calle la hermandad de la Virgen tocando el aguinaldo. Venían por el centro de la vía pública, recta y amplia, una comparsa de huertanos, ataviados con sus trajes domingueros. Les precedía un jinete sobre una hermosa yegua enjaezada. Portaba un estandarte del que pendían pañuelos de seda, un jamón y algunos chorizos y salchichones.
Eran las ofrendas que iban recogiendo. Dos peatones recibían en sendas bandejas, monedas de plata y cobre. Detrás, en unas andas, llevaban una pequeña imagen de la patrona de Orihuela; y finalmente una orquesta de guitarras, bandurrias y violines que acompañaban a los cantores de villancicos. El tenor cantaba la copla: Mírala por dónde viene/ mírala por dónde va/ la Virgen de Monserrate/patrona de esta ciudad…
La Iglesia consideraba entonces la Nochebuena vigilia de Pascua, con abstinencia de carnes. Fue la cena frugal; aunque nos acompañaron a la mesa mi abuelita y algunas de mis tías. Sonaban por la calle panderos, zambombas, latas y almireces. Y algunas voces entonaban villancicos. Mi familia se puso a jugar a la lotería y yo me dormí en brazos de mi madre. Me despertó, ya en la cama, el ruido de la puerta de la escalera y los cuchicheos de mis padres, de mi hermanita y de mis tías, que regresaban de oír la misa de gallo en Santo Domingo.
El capítulo XIV de las Memorias de Juan Oriol, se titula “La senda de los molinos”. En él, Justo y su padre pasean desde la puerta de la Corredera hasta el barrio de San Pedro. Os dejo un extracto:
Empieza la senda de los molinos en el ejido del arco de la Corredera, frente al postigo de la herrería de Sarra y junto a la noria, más conocida con el nombre local de senia. Bordéanla dos filas de plantones de morera y bardizas de caña que encierran bancales de hortalizas y huertos de naranjos. Como nidos amorosos, entre el ramaje, se ven barracas de techo de albardín y modestas casitas de labradores. Había llegado la primavera. Los naranjales en flor aparecían nevados con los copos del azahar que perfumaban el ambiente. Entre la fronda verde oscura pendían los frutos de oro de las naranjas.
Tuerce y se ensancha la senda al llegar al primer molino, el de la Trinidad, junto a una calle de acequias y de tapias húmedas y musgosas. Las trepadoras saltan por encima de los tapiales y quedan colgando las ramas de campanillas azules, los jazmineros con sus estrellitas blancas bien olientes y las madreselvas. (…) Saluda mi padre a los molineros y proseguimos el paseo en dirección al segundo molino, el de Jofré. En este trayecto se ensancha la senda hasta adquirir la amplitud de camino real. Cercan los huertos setos vivos de espinos y aromos, que ostentan las áureas esferitas de perfumado terciopelo. Sigue el camino por una calle de casitas uniformes, del barrio obrero de San Pedro…
En 1887 nacía su hermano Ángel; al que Justó dedicó un capítulo de sus memorias. Un episodio feliz hasta que se vio truncado por la enfermedad y la muerte; cuando los dos hermanos se contagiaron de sarampión.
El primer acontecimiento de trascendencia familiar que afectó mi vida fue el nacimiento de un hermanito, cuando yo apenas tenía dos años. Se le puso el nombre de Ángel, por mi abuelo paterno. Su llegada tuvo para mí la emoción de un enigma inquietante. Y además despertó en mi almita los sentimientos propios de la concurrencia vital: los celos y la envidia. Yo había sido hasta entonces el benjamín, el chiquitín de la casa, a quien se dedicaban todos los mimos y atenciones. En lo sucesivo otro venía a suplantarme en este exclusivismo o predilección.
Mis celos fueron terribles. Perdí el apetito y las ganas de jugar. Palidecí y me puse ñoño. Ni un momento quería separarme de mi madre. Tenía esta que acostarse entre los dos, y aun volví a pedir teta y a mamar de sus pechos, con la protesta cariñosa de mi papa que (esto no lo comprendía yo bien) era también el papá del otro. A veces, cuando mi hermano estaba lactando en el regazo de mi madre, iba yo y lo separaba violentamente de la teta y en su puesto me ponía yo a mamar.
Él me miraba bondadosamente y, en vez de llorar, sonreía con cariño. Esta bondad de mi hermanito acabó por vencerme y despertar mi amor. Le quise luego mucho y nos besábamos y abrazábamos efusivamente, con la alegría de nuestros padres, a quienes se les caía la baba de vernos tan cariñosos. Dormíamos en la misma camita y eran comunes para ambos los juguetes que nos regalaban.
Tengo que hacer un gran esfuerzo de memoria para evocarle. Veo, entre nieblas de olvido, su carita linda y graciosa, sus grandes ojos oscuros, su boca con los promeros dientes y los dos hoyitos que se formaban en sus mejillas al reir. Recuerdo algunos pormenores y prendas de su indumentaria: su gorrita con un madroño de seda roja, su vestido escoces y sus zapatitos de charol; sus primeros zapatos que luego conservó mi padre como una sagrada reliquia. Apenas acababa de aprender a andar cuando murió mi hermanito.
Justo superó la enfermedad rápidamente; disfrutando golosamente de la convalecencia a base de jarabe de granada. Pero Angelito fue empeorando hasta degenerar en una pulmonía. Durante una larga semana se fue consumiendo abrasado por la fiebre.
Su padre, que ya había perdido demasiados hijos, hizo una desesperada promesa, un voto de penitencia a Nuestro Padre Jesús: recorrer de rodillas el kilómetro de la carretera de Murcia que separaba la salida de la ciudad y el convento de franciscanos de Santa Ana para postrarse ante la imagen del Nazareno. Justo narró de oídas la impactante escena:
Para cumplir el voto, se puso unos pantalones de paño recio y unas rodilleras de cartón fuerte. Acompañado de su cuñado Trinitario y de su amigo Carlos Sarra, se dirigió poco antes de atardecer a la puerta de Capuchinos, de donde parte la carretera de Murcia, al poniente de Orihuela. Junto al fielato don Juan se hincó de hinojos apoyándose en los brazos de sus acompañantes. De aquella forma emprendió la marcha hacia San Francisco. Mi tío, hombre cenceño de negras barbas fraileras, iba rezando a media voz el rosario.
Tuvieron que hacer frecuentes paradas porque, destrozadas las rodilleras de cartón y rotos sus pantalones y calzoncillos, mi padre posaba en el suelo, la carne viva de sus rodillas desolladas y sangrientas. Era un verdadero camino del calvario, en que al pobre de don Juan ayudaban a soportar su martirio dos Cirineos. Con dos brasas de dolor y sangre llegó el devoto al atrio de San Francisco. Mi padre y sus acompañantes se arrodillaron ante el altar, rezaron en voz alta un credo y mi tío entonó algunas antífonas del Miserere.
Don Juan no pudo reprimir los sollozos. Inclinó la cabeza sobre el pecho y le tomó una angustiosa congoja. Apoyado en los hombros de sus cirineos salió de la iglesia. Ante el atrio esperaba mi tío Pepe con su galera. Al observar el estado de mi padre le condujo hasta la fuente que hay frente al convento y tiene su manantial en la próxima sierra y de ella se proveé de agua casi toda la ciudad. Muchos aguadores, con sus carritos, esperaban turno para llenar sus cántaros. Mi tío Pepe hizo a mi padre beber en uno de los cristalinos caños. La frescura del agua le reanimó.
Subieron al carruaje y regresaron a casa. Ya era de noche cuando llegó don Juan al domicilio. La temida noticia le salió al paso. El niño acababa de entrar en agonía. Mi madre, mi hermana y mis tías lloraban en silencio. En el patio gruñía el perro. Sentí sueño y me acostaron enseguida en la cama de mi tía Rosa, que estaba en el piso segundo. La niñera y mi hermana me acompañaban. A media noche me desperté sobresaltado al oír gemidos y lloros. Yo lloré también muy asustado. La niñera me contó algunos cuentos y me volví a dormir.
A la mañana siguiente mi abuelita vino para llevarme a su casa. Al descender la escalera quise ver a mi mamá. En un descuido penetré en el gabinete del primer piso y ante mis ojos se presentó una escena que me aterrorizó mucho: en el suelo, entre un montón de flores, había una cajita blanca y dentro de ella mi hermanito, que me pareció dormido.
Tenía los ojos cerrados, la boquita entreabierta y la cara muy amarilla, cubierta con un tul. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían de cera. Sus pies, cubiertos por unos calcetines azules, asomaban muy rígidos por los extremos de su mortaja. Salí corriendo y llorando a gritos, presa de terrible emoción. Tuvieron que darme una taza de tila con azahar y llevarme a casa de mi abuela.
Antonio José Mazón Albarracín (Ajomalba).
Mi agradecimiento a Javier Sánchez Portas, a Jesús García Molina y a José Manuel Dayas.