«De Tudmir a Oriola». Serie de programa emitidos por Radio Orihuela Ser. Guion, locución y efectos: Antonio José Mazón Albarracín. Presentación y montaje: Alfonso Herrero López.
De Tudmir a Oriola XXV.
El califa Al-Nasir tenía preparado un poderoso ejército para combatir en Hispania. A sus huestes se unieron tribus de Marruecos, contingentes de Ifriquiya, milicias de las ciudades de Al-Ándalus y miles de voluntarios al reclamo de la Guerra Santa; carne de lanza destinada a la primera línea de combate con muchas probabilidades de alcanzar el paraíso.
El ejército de Aragón llegó bien pertrechado con su rey a la cabeza. A las mesnadas castellanas se agregaron las milicias de las ciudades y las órdenes militares. Y aunque no comparecieron sus reyes, participaron también voluntarios de Portugal y de León.
A partir de la primavera fueron llegando riadas de cruzados del otro lado de los Pirineos. Miles de hombres de toda condición: caballeros, obispos, soldados y gente de pie a la que hubo que armar.
Esta cruzada no iba dirigida contra un territorio o plaza concreta. Toda esa marea humana marchaba sin remedio hacia una batalla campal. Un combate singular entre la cruz y el Islam.
Acudid a la guerra, el éxito es seguro. Alcanzad la gloria en este mundo o conquistad la vida eterna.
Las fuerzas cristianas se concentraron en Toledo; base militar de Castilla defendida por cuatro recintos amurallados. Cabalgadas, saqueos y campañas tenían allí su punto de partida como plaza destacada para reunir y aprovisionar tropas. Pero aquella multitud desbordaba toda su capacidad logística.
A principios de junio llegó un gran contingente de cruzados europeos capitaneados por el arzobispo de Narbona, multiplicando los problemas. Esta gente no sabía nada de convivencias y tratados; andaba deseosa de botín y sangre; como aperitivo saquearon la judería toledana provocando una matanza.
Tras semanas de preparativos en las que fue muy difícil mantener el orden, aquél enorme ejército partió hacia el sur. En las primeras plazas musulmanas pasaron a cuchillo a todos sus habitantes como era costumbre en las cruzadas.
Nada de pactos ni rendiciones honrosas. Aquellos soldados europeos practicaban otro tipo de guerra y se enojaron con la orden de respetar a los vencidos. A eso se unieron las terribles privaciones, habituales de aquella Hispania en perpetua guerra y el insoportable calor.
A finales de junio gran parte de los cruzados regresaron a casa. La deserción en masa minó la moral de una muchedumbre cansada, hambrienta y sedienta, pero mejoró su situación al reducir las bocas que alimentar. Y así llegaron a Sierra Morena.
Atravesar los desfiladeros y gargantas del actual puerto de Despeñaperros era un suicidio. El Miramamolín los esperaba al otro lado con sus fuerzas descansadas y desplegadas en altura para aplastarles. No podían avanzar ni tampoco desandar lo andado con las tropas agotadas, desmoralizadas y sin víveres.
Cuentan las crónicas que los cristianos pidieron un milagro; y este llegó personificado en un pastor de la comarca que guió al ejército cristiano por un paso que los almohades desconocían. Aquel tortuoso sendero los situó en el flanco izquierdo de los musulmanes, sin montañas de por medio.
La ventaja escénica que el Miramamolín había preparado y sus tácticas de combate quedaron anuladas. Todo se resolvería en un choque sin apenas espacio para maniobrar.
Las cifras de combatientes en ambos ejércitos son muy variables según quien las cuente; pero siempre muy favorables a los sarracenos. Por la capacidad de aquel campo de batalla, se puede calcular que Alfonso de Castilla consiguió llegar con veinticinco o treinta mil hombres y que el califa lo esperaba con más o menos el doble.
No voy a relatar la batalla; pero aquella carnicería parecía decantarse por los musulmanes hasta que Alfonso de Castilla desenvainó su espada y volviéndose al arzobispo de Toledo gritó: «Aquí, señor obispo, morimos todos».
Y así tuvo lugar la legendaria carga de los tres reyes con las tropas de reserva. Atravesando el frente llegaron hasta la tienda del califa. El lunes 16 de julio del año 1212, el ejército del Miramamolín fue destrozado y puesto en fuga.
El principal vencedor fue Alfonso VIII de Castilla, quien no pudo aprovechar la circunstancia para seguir conquistando territorios por una terrible hambruna seguida de una epidemia de peste. Fue su nieto Fernando III el que recogió el testigo.
Gran fama ganó el rey de Navarra; aunque en un principio se resistió a colaborar. Sancho consideraba más enemigo a su primo el castellano que al propio Miramamolín. Al final acudió con solo doscientos caballeros; casi obligado por Roma.
Quizá por eso sus cronistas explotaron bien aquel triunfo, contando que fue Sancho quien cayó sobre la famosa tienda roja del Califa y creando una leyenda que relaciona las cadenas del escudo de Navarra con los esclavos encadenados que protegían al Miramamolín.
Pedro II acudió de buen grado a ayudar a su amigo y aliado. Los almohades le habían golpeado en las costas catalanas. Pero no tuvo mucho tiempo para saborear aquella victoria.
Antes de un año volvieron sus problemas en el norte. Ante la amenaza de los cruzados de Simón de Montfort, que como ya contamos tenía a su hijo Jaime como rehén, organizó de nuevo su ejército y cruzó los Pirineos para ayudar a sus vasallos.
Puso bajo su protección a los condes y se dirigió a por los cruzados que, en inferioridad numérica, lo esperaban fortificados en Muret, muy cerca de Tolosa. Durante el sitio, una hábil maniobra de Montfort, acabó con la vida del rey de Aragón en septiembre de 1213.
A su muerte la corona quedó en una lamentable situación. Pedro II se había enfrentado a sus nobles, aumentado la presión fiscal. Arrendó sus derechos, pidió préstamos, vendió plazas conquistadas a Navarra. Hasta empeñó el tesoro personal para sus campañas militares.
Un reino arruinado y dividido, con los nobles descontentos y un rey menor de edad en poder de Simón de Montfort.
Dos batallas en menos de un año habían marcado su reinado: La victoria contra los Almohades y la derrota y muerte en Muret. Una abría el sur y otra cerraba el norte, impulsando el avance de Aragón hacia Valencia y el Mediterráneo.
En cuanto al Miramamolín, nunca se repuso de aquella derrota. Volvió a Marruecos dejando un Al-Ándalus descompuesto en manos de su hijo de catorce años. Entregado al vino y los placeres, falleció poco después, probablemente envenenado. Muerto su hijo, los últimos califas almohades se sucedieron a un ritmo vertiginoso.
La gesta cristiana en las Navas de Tolosa supuso el pistoletazo de salida a una etapa convulsa y caótica en el conjunto de la población musulmana peninsular que desembocó en las terceras taifas. Un periodo en el que Mursya tuvo gran protagonismo.
El proceso de construcción de castillos y fortificaciones que había comenzado en el Califato, progresó con los almorávides y tuvo su mayor esplendor con los almohades. Las murallas dieron seguridad, y la seguridad trajo población y desarrollo económico.
Medina Mursya, en su momento cumbre, quedaba como la indiscutible capital de un territorio cambiante. Pero todo esto, lo veremos en la próxima entrega.
De Tudmir a Oriola XXVI.
El peligro de islamización de la península quedó enterrado en las Navas de Tolosa dando paso a un siglo XIII pródigo en conquistas cristianas. Pero las consecuencias de aquella batalla no fueron inmediatas.
Castilla bajó la línea de frontera del Tajo a Sierra Morena, dominando una docena de fortalezas situadas entre Toledo y Córdoba. Pero todo quedó en suspenso a causa de una serie de hambrunas y epidemias de peste que forzaron una tregua.
En dos años murieron los tres principales protagonistas de aquella legendaria batalla: El Califa Al Nasir, Alfonso VIII de Castilla y Pedro II de Aragón.
Durante la década siguiente, a la que vamos a dedicar el programa, la frontera apenas se movió y el dominio almohade se mantuvo estable. El Miramamolín fue sucedido por su hijo Yusuf, calificado en las crónicas árabes como un joven sin experiencia, entregado a los placeres de la vida.
Este quinceañero abandonó totalmente la guerra santa y dejó los asuntos del imperio en manos de ministros y gobernadores, miembros de diversas facciones de su familia que actuaban en sus distritos como señores independientes.
En Castilla, fallecido el primogénito Fernando antes que su padre, depositaron sus esperanzas en Enrique, un rey todavía muy niño. Pero su muerte accidental complicó todavía más las cosas.
El trono pasó a su hermana Berenguela, quien inmediatamente abdicó en su hijo Fernando, heredero de León gracias a aquel matrimonio anulado por el Papa del que ya hablamos. Así, tras una dura lucha contra una facción de los nobles y enfrentado a su propio padre, Fernando III acabó reinando en Castilla.
En Aragón, a Pedro II le sucedió su hijo Jaume, personaje al que estamos dedicando esta serie de programas en el 750 aniversario de su llegada a Mursya. Jaime I fue el monarca medieval que más tiempo permaneció en el trono; nada menos que sesenta y dos años; así pues, nos va a acompañar unos cuantos programas.
El Conquistador dictó sus memorias en primera persona, dejándonos el «Llibre dels Feits». El libro de los hechos del rey Jaime abarca toda su legendaria vida.
Como él mismo dejó claro, sus padres no se querían; su nacimiento fue fruto de un engaño. Pedro II era un hombre mujeriego que rechazaba yacer con su esposa, la reina María de Montpelier.
En una confabulación de la corte para conseguir heredero, la hicieron pasar por una de sus amantes; y así logró engendrar al futuro rey de Aragón, que nació en Montpelier en el año 1208.
Despechada con su marido, su madre no quiso otorgarle un nombre vinculado a la corona aragonesa. Y cuentan las crónicas que encendió doce cirios del mismo tamaño y peso, en los que escribió los nombres de los doce apóstoles. El último en consumirse fue el de Santiago; o Sant Jaume, como se nombraba en aquellos territorios.
Una infancia muy difícil marcó su carácter. No fue reconocido por su padre hasta los dos años; y como ya contamos, fue para dejarlo como rehén en manos de Simón de Montfort, que pretendía casarlo con su hija.
Quiso el destino que su tutor y carcelero derrotase a su padre en Muret, donde dejó su vida. Y así quedó Jaime; preso en territorio francés con apenas cinco años de edad, huérfano de padre y madre, con su familia conspirando para alcanzar el trono.
Un año tardó Simón de Montfort en devolverlo; y no fue por iniciativa propia. Tuvo que intervenir el papa Inocencio III a petición de una embajada aragonesa. Jaime pisó Aragón por primera vez a los seis años de edad.
De su reclusión en el castillo de Carcasone al castillo de Monzón; esta vez bajo la tutela de los templarios. Allí pasó otros cuatro años mientras el reino quedaba en manos de un consejo de regencia presidido por su tío Sancho. Antes fue jurado rey en las cortes de Lérida.
De Monzón salió a los diez años, para hacerse cargo de un completo desastre. Su padre lo había dejado en la ruina. Tanto, que el propio Jaime se quejaba de que sus rentas apenas cubrían los gastos de un día.
Mientras, sus tíos se disputaban la regencia y los nobles, aragoneses y catalanes campaban a sus anchas en una completa anarquía. Sus inicios en el trono fueron una sucesión de traiciones, malos consejos, conflictos y revueltas señoriales; con facciones enfrentadas para conseguir controlar la voluntad de aquel niño.
De nuevo el Papa tuvo que intervenir para poner orden, haciendo que aragoneses y catalanes le jurasen fidelidad. Pronto decidió entrar en territorio valenciano. Para la campaña, intentó concentrar a sus nobles en Teruel; pero estos ignoraron su primer llamamiento de conquista.
En 1220 intentó someter al poderoso Rodrigo de Lizana; que en abierta rebeldía huyó pidiendo refugio en Albarracín, el señorío de los Azagra. Ante la negativa de entregar al fugitivo, Jaime puso sitio a la plaza. Pero aquel asedio solo fue un nuevo fracaso para el joven rey.
Otra vez en Teruel, plaza fuerte de su frontera, convocó a los aragoneses para atacar a los moros valencianos; y obtuvo la misma respuesta. Aun así, penetró en territorio musulmán, arrancando un pacto con los valencianos que le permitió retirarse con dignidad.
Pero de vuelta hacia Aragón tropezó con uno de sus nobles que, por su propia cuenta, se disponía a atacar territorio musulmán rompiendo la palabra dada por su rey. Tras una acalorada discusión, el caballero acabó muerto por la escolta del rey; provocando un nuevo alzamiento de la nobleza aragonesa, que no renunciaba a someter a su joven soberano.
Cumplidos los doce años fue nombrado caballero en Tarazona. Sus consejeros, para evitar conflictos dinásticos, lo casaron con Leonor de Castilla, la hija de Alfonso VIII, cuando según sus propias palabras, no podía hacer eso que los hombres hacen con sus mujeres. Aquel matrimonio concertado fue otro fracaso, pero al menos, proporcionó al reino un heredero, su primogénito Alfonso.
Y así llegamos al 1224, un año decisivo. El califa Yusuf falleció sin hijos en oscuras circunstancias. Por primera vez, la línea directa de sucesión almohade quedaba rota y la administración entraba en estado agónico.
Los jeques en Marrakech proclamaron califa a un hermano de su abuelo, un anciano de nombre, Muhammad al-Majlu. Dos meses después, convencido de su derecho al trono, Muhamad al-Adil, gobernador de Mursya y sobrino del anciano, se proclamó también califa. Era sólo el principio.
Jaime I no pudo reaccionar a los acontecimientos; seguía envuelto en traiciones y revueltas. Sus nobles lo atrajeron a Zaragoza mediante engaños y allí fue secuestrado y encerrado en el torreón de la Zuda, junto a su esposa.
Fernando III, afianzado al fin su poder, no desaprovechó la ocasión que le brindaban las disputas almohades. En el verano de 1224 salía de Toledo con dirección a Sierra Morena, acompañado de un fuerte contingente de nobles castellanos y miembros de las órdenes militares con sus maestres al frente.
Una nueva y apasionante etapa de nuestra historia acababa de empezar.
De Tudmir a Oriola XXVII.
En el primer cuarto del siglo XIII, a punto de reventar el imperio almohade, la región murciana mantenía el esplendor adquirido durante muchas décadas de prosperidad.
La inestabilidad política parecía no hacer mella en su desarrollo. En la Vega del Segura seguían creciendo los asentamientos rurales gracias a los sistemas de regadío impulsados con nuevas acequias; destacando especialmente las huertas del Valle de Ricote, Mursya y Uryula.
Medina Mursya, centro político y económico del territorio, era una gran ciudad muy poblada. Con amplio recinto urbano, fuertes murallas, populosos arrabales, baños, jardines y otros lugares de esparcimiento alabados por geógrafos y viajeros.
En su extrarradio abundaban los rahales y alquerías. Pequeñas y grandes explotaciones agrícolas vertebradas en torno a la ciudad amurallada que les brindaba protección y asistencia religiosa en las mezquitas.
Cerca de la capital, con menor tamaño, la Uryula musulmana estaba a punto de cumplir medio milenio. De aquel emplazamiento fortificado en la explanada de San Miguel, había evolucionado una ciudad de mediana importancia.
Los cronistas musulmanes la describen como fortaleza de Al Ándalus muy bien defendida por un castillo inexpugnable situado en la cumbre de una montaña y construida sobre el río blanco, que también era río de Mursya.
Sus muros estaban bañados por dicho río, y se accedía a ella mediante un puente de barcas. La vida era fácil; rodeada también de alquerías, de jardines y huertos, pegados unos a otros, produciendo gran cantidad de frutos.
En ella vivían comerciantes, artesanos, propietarios agrícolas, juristas, literatos, estudiosos del Corán. Gente cada vez más civilizada y urbana, con un creciente sentimiento nacionalista hispano.
Tras la muerte del rey lobo, Uryula pasó a formar parte del imperio almohade. Pero como ya contamos, los africanos respetaron los poderes locales, instalando seguramente en la alcazaba una guarnición dependiente del gobernador de Mursya. Primero el lobo y luego los almohades aumentaron el grosor y tamaño de sus murallas, levantaron nuevas construcciones y ampliaron la superficie de cultivos.
En el año 1224, por primera vez, el imperio quedaba dividido entre dos califas: uno proclamado en el Norte de África y el otro en Mursya. Vamos a tratar de resumir el colapso almohade sin abusar de nombres y fechas.
Como ya mencionamos en el programa anterior, la línea de sucesión almohade quedó rota y en Marrakech escogieron a un anciano gobernador, hermano del tercer califa.
En Mursya se proclamó otro gobernador, su sobrino Al-Adil, hijo de ese mismo califa y de una esclava cristiana. Antes de dar el paso contó con el apoyo de sus hermanos, gobernadores de Córdoba, Granada y Málaga.
A estos se unió el de Jaén, y por la fuerza el de Sevilla. No lo hizo el de Valencia, que decidió permanecer fiel a Marraquech. Todos eran familiares de ambos califas.
Informados y seguramente sobornados por el joven, los jeques almohades en Marruecos obligaron al anciano a renunciar al trono. Y este lo dejó voluntariamente, ganándose el apodo con el que pasó a la historia: Al-Majlu, el destronado.
Pero al parecer no fue suficiente. Su presencia podía ser una amenaza y decidieron asesinarlo. Según las crónicas murió ahogado mientras saqueaban su palacio y profanaban su harén.
Una vez proclamado también en Marruecos, el trono quedó para el joven Al-Adil en solitario. Pero la violenta estrategia que había puesto en marcha, acabaría volviéndose contra él. Su autoridad no fue reconocida por los gobernadores de Ifriqiya, la actual Túnez, formando una dinastía autónoma.
En la península Abu Said, señor de Valencia, de Játiva y Denia, se proclamó independiente bajo la protección de la nueva dinastía tunecina, pactando también con Jaime I de Aragón a cambio de parias.
El joven califa se trasladó a Sevilla, donde la población andaba alterada y revuelta por la proximidad de mesnadas cristianas. Su indiferencia provocó fuertes protestas de los sevillanos en la mezquita aljama. Formaron un contingente de ciudadanos voluntarios mal preparados, acompañados por un pequeño grupo de soldados almohades y aquella campaña acabó en desastre.
En mayo de 1225 el califa abandonó la capital rumbo a Marrakech y nunca volvió a pisar al Ándalus. Antes de partir, nombró a su hermano Abul Ala gobernador de Sevilla y máxima autoridad almohade en la península, dejando Córdoba para Abdala Al Bayasí, antiguo gobernador de Jaén, quien había tomado Sevilla personalmente para su causa.
Al de Baeza, que eso significaba su apodo no le gustó el reparto. Se proclamó emir independiente y sublevó a varias poblaciones, dominando un amplio territorio. Abu Ala, al mando de las tropas califales, le fue arrebatando cada una de sus conquistas; y el de Baeza, acorralado, pidió ayuda a Fernando III declarándose vasallo y entregándole varias plazas fuertes.
Reforzado con soldados castellanos trató de poner sitio a Sevilla; pero fue interceptado y neutralizado, refugiándose en Córdoba. Allí, no le perdonaron su pacto con los cristianos. Fue ejecutado y su cabeza enviada a Sevilla, donde Abu Ala le había puesto precio.
Esta alianza con Castilla fue una mala decisión que se fue haciendo frecuente entre los pequeños caudillos musulmanes. Recurrir al enemigo para solucionar disputas internas dio mucho poder a Fernando III. Y el rey castellano supo utilizarlo magistralmente para dividirlos y debilitarlos en su favor, recibiendo además grandes sumas que empleaba en reforzar sus ejércitos para la ofensiva final.
La desaparición del Baezano no significó el final de los problemas del califato. En Marruecos, un grupo de jeques proclamó a su sobrino Yahya. Y Al-Adil acabó también asesinado: quien a hierro mata, a hierro muere.
Mientras tanto, en Sevilla, su hermano se proclamó sucesor con el título de Al-Mamún y consiguió el reconocimiento de casi todo Al-Ándalus. Pero su marcha a Marruecos, para atender los problemas del trono, desencadenó una violenta reacción nacionalista que venía incubándose desde hacía mucho tiempo. Quedaba claro que a estos príncipes africanos les importaba poco la seguridad y el bienestar de los musulmanes hispanos.
En el año 1228 terminó la vinculación andalusí con los almohades que continuaron su guerra civil en África hasta quedar completamente fragmentados. El poder central había desaparecido y las antiguas familias hispanas decidieron que era hora de librarse definitivamente de los almohades, desterrarlos de la península, como antes habían hecho con los almorávides.
En el Levante, las familias de Zafadola, del rey lobo y del propio Teodomiro volvieron al primer plano. Y Uryula, como otras muchas ciudades levantinas, fue consciente de que sin las tropas almohades quedaba a merced de los belicosos y militarizados reinos cristianos que amenazaban todas las fronteras.
Por ejemplo tenemos noticias de un duro ataque cristiano al castillo de Aspe en 1225, que costó la vida a muchos murcianos. Y así nuestra ciudad se fue uniendo a las diversas revoluciones nacionalistas que sacudieron el territorio; pasando varias veces de Murcia a Valencia en una loca carrera en la que llegó a proclamarse independiente durante varios años.
Pero no adelantemos acontecimientos.